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Por Silvana Melo
(APe).- La muerte descubre, visibiliza, saca fotografías. Es deshonesta y disipada. En tiempos cuando sale de caza y hay que resguardarse, la muerte deja brutalmente en la vidriera la desigualdad y la justicia talada en los días de los pobres. Cristian tenía 22 años en un barrio castigado de Tucumán. Donde el consumo de lo que haya anestesia la desgracia. Y él un día decidió dejar de vivir. Aunque cualquiera intuye que no lo decidió él sino el desamparo de un estado que lo ubicó en el estante del excedente. Y coronó su muerte artera con el servicio fúnebre que ese estado propina a la indigencia: un ataúd de cartón, pomposamente nombrado como “ecológico”.
Hay tierras especialmente hostiles para los confinados sistémicos. El jardín de la república no sostiene los brotes frágiles. Ni las flores silvestres. Cristian Herrera y su familia vivían áridamente en el barrio La Costanera, donde el horizonte para los pibes y las pibas acaba en la esquina. Y el futuro, que se viene talado, como un bosque nativo.
Cuando la Pacha se bebía el primer trago de caña con ruda macho, Cristian se moría. El primer día de agosto caían 53 personas atacadas por el covid. Pero no hubo estadísticas de finales por abandono, por inequidad, por sueños sofocados.
Ante lo inexorable, la familia de Cristian, sin recursos, acudió a la comisaría y a Defensa Civil de Tucumán en busca del sepelio gratuito del estado provincial para los vulnerables. La empresa en la que el gobierno tercerizó los atributos de la muerte aportó el Kit para Indigentes que fabrica RestBox que, lúcidamente, se sirve del reinado de la muerte para desarrollar una empresa fructífera. La vida de Cristian mereció desde el estado un ataúd de cartón. La muerte de los sobrantes se abrocha en un kit. En un baucher para pobres, sin que al gobierno tucumano se le ruborice la vergüenza. Eso sí, a la hora de hacerse cargo, los funcionarios hicieron malabares con el kit para pasárselo de mano en mano.
Nadie admitió la responsabilidad de un cajón de cartón para guardar el cuerpo de un pibe que no se aguantó la vida. Que no pudo con tanto desprecio sistémico. La empresa, por supuesto, dijo que el gobierno sabía.
Ni en el cementerio les aceptaron enterrarlo entre cartones. Y tuvieron que salir a comprar un ataúd barato donde Cristian pudiera hacerse huesitos en paz.
La muerte tantas veces descubre, visibiliza, toma fotografías de lo que está oculto. Se lleva pibes y pibas a una edad inconcebible. Y obliga a los funcionarios a explicar lo imposible. En la provincia donde la policía desapareció a un peón rural y lo tiró en un acantilado, mató a un hombre apretando una rodilla en su nuca y asesinó por la espalda a un niño de once años. Donde reinaron José Alperovich y Beatriz Rojkés. Donde Jorge Manzur, las dos vidas y el opus dei determinan por el cuerpo de las niñas y el estado se tapa la nariz para adherir a la Ley Micaela.
Allí la fragilidad extrema merece una muerte de cartón.
Pero no sólo allí.
Pintura: León Chávez Teixeiro
Edición: 4057
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