Coronda

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Por Carlos del Frade

(APE).- Las frutillas de Coronda son las más dulces de la Argentina. Son cosechadas por pibes que, con suerte, cobran veinte centavos por kilogramo. Coronda está casi a mitad de camino entre Santa Fe y Rosario. Allí funciona el mayor penal penitenciario del segundo estado argentino.

 

Y como sucede en otros lugares, los presos están hacinados en un edificio construido en la década del treinta del siglo pasado y hoy suman más del doble de la cantidad con que fue previsto para, según dice la Constitución Nacional, rehabilitar a los ciudadanos que allí deben purgar sus delitos. Hay calabozos en Coronda en los que se hace difícil que ingrese la luz del sol. Y un gran porcentaje de detenidos están hoy sin condena.

No es lo que dice la letra de la Constitución Nacional.

Pero tampoco se cumple con ella afuera del penal.

Los pibes que cosechan la dulzura de la tierra corondina tienen menos de quince años y no están protegidos por nadie, salvo por sus familias.

Porque lo que pasa intramuros suele suceder más allá de las paredes de la cárcel.

En Coronda y en cualquier lugar de estos barrios cósmicos.

La Constitución Nacional no entra en la vida cotidiana de los presos pero tampoco en la mayoría de las existencias de los que, dicen los formalismos, están libres.

Hacinamiento afuera y adentro.

Ajustes de cuentas, afuera y adentro.

Desprecio por la vida, afuera y adentro.

Matar sin sentido porque se vive sin sentido.

Venganzas en lugar de justicia.

Delincuentes de manos sucias encarcelados, delincuentes de guante blanco afuera, siempre afuera. Impunes. Tampoco para ellos rigen las palabras de la vieja y reformada Constitución Nacional.

Y en Coronda, como en muchos barrios empobrecidos de las grandes ciudades del país, hay celadores que dejan pasar mercaderías, sexo, cuotas de alegrías a cambio de contratar fuerza de trabajo para hacer tareas vinculadas con el poder.

Adentro y afuera. Adentro se llaman guardiacárceles, afuera, punteros.

Trece asesinatos en Coronda revelan la perpetuidad de zonas liberadas en donde la vida nunca es protegida ni abrazada. Donde la vida es usada. Inmolaciones en altares de cualquier dios rantifuso para satisfacer el orden de los que manejan las existencias de los ninguneados. Afuera y adentro. Intramuros y en el exterior. Los que no están libres y los que supuestamente lo están.

Coronda, dulzura de frutillas que disfrutan algunos y nunca los que las cosechan.

Coronda, matanza que disfrutan algunos y nunca los que son mayorías.

Coronda, adentro y afuera.

Coronda, adentro y afuera, Constitución Nacional desaparecida, adentro y afuera.

Cárceles que repiten la lógica del monstruo de la historia de las últimas tres décadas argentinas: seis de cada diez muchachos detenidos tienen entre 15 y 30 años; seis de cada diez desocupados tienen hoy entre 15 y 30 años; seis de cada diez desaparecidos tienen entre 15 y 30 años. El triple seis de la metáfora del Apocalipsis, el número de la Gran Bestia. Síntesis de un sistema que siempre se come a los que por razones culturales y biológicas tienen la necesidad de producir cambios en la sociedad. Ellos son los que pueblan los barrios hacinados, donde cuesta tanto encontrarle sentido a la vida. Ellos son los que pueblan los calabozos hacinados, donde cuesta tanto encontrarle sentido a la vida. Y cuando se vive sin sentido, se mata sin sentido. A pedido de los que manejan el peaje de todo aquello que se parece a algo relacionado con ciertas lejanas alegrías. Se llamen punteros o guardiacárceles.

Y en ambos lugares, la Constitución masacrada. No por ellos. No por las víctimas de siempre, victimarios del momento. Sino por los que nunca están en esos lugares. Por los que tienen guantes blancos. Los que disfrutan de la frutilla corondina, tan roja como la sangre de los ninguneados de todos los tiempos.

 


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