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Por Miguel A. Semán
(APe).- En vez de contarle al mismo hombre una historia distinta cada noche una chica paraguaya, prisionera en un prostíbulo de La Plata, le contaba la misma historia a diez hombres distintos cada día.
Ella también, como la heroína de Las mil y una noches, intentaba escaparse de la muerte. Sherezada sabía que si no narraba moriría al amanecer, la nuestra sabía que si no aparecía alguien que se llevara su historia seguiría muerta en vida.
Tenía 17 años y había viajado a la Argentina porque una prima le había prometido trabajo de sirvienta en una casa de familia. Llegó a La Plata y su prima le quitó las pocas cosas que traía, la encerró en un departamento y la ofreció por internet.
Ella venía de una zona rural en las afueras de Asunción. No conocía las computadoras y nunca había manejado un celular. Hizo lo único que podía hacer: contar su historia una y otra vez aunque con ella no encantara a nadie. Los hombres, entre 7 y 10 por jornada, la escuchaban aburridos y exigían lo que habían comprado como si se tratara de un contrato firmado con sangre.
A ella no le importaba. Les hablaba de la miseria y del hambre y de cada hombre por el que había cruzado hasta llegar a ése que pronto se desvanecía con su esperanza.
A ellos tampoco les importaba y ni bien la dejaban se limpiaban su recuerdo.
Al fin, un muchacho paraguayo, que había pagado por un cuerpo pero a lo mejor buscaba una historia, la escuchó, le creyó y se metió en el cuento. Cuando salió en vez de olvidarse fue a una comisaría a hacer la denuncia.
Así empezó el final. Allanaron el prostíbulo. La prima escapó unos minutos antes y a ella la encontraron llorando detrás de la barra. Por última vez, frente a los policías, contó las veces que tuvo que contarlo, pero ahora con un final feliz que no alcanzaba para hacer feliz a nadie.
Firmó o puso el pulgar en algún lado, estamparon un sello en una papeleta y la mandaron de vuelta a Paraguay.
Edición: 2021
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