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Por Oscar Taffetani
(APe).- El pasado 14 de noviembre Ban Ki-Moon, secretario general de las Naciones Unidas, se sumó a las jornadas de ayuno impulsadas por Jacques Diouf, director general de la FAO, en denuncia y protesta por el escándalo del hambre y por la falta de colaboración de las grandes potencias en la lucha contra ese flagelo.
La huelga de hambre contra el hambre -acción mediática y gestual, realizada en vísperas de la Cumbre Mundial sobre Seguridad Alimentaria a inaugurarse en Roma- no tuvo la repercusión esperada. Es que el mundo (esto que llamamos mundo, tan globalizado para ciertas cosas y tan disperso para otras) ya no presta mucha atención a las actuaciones o sobreactuaciones de los funcionarios. El mundo (el mundo de “los que han comido”, diría Brecht) ya se está acostumbrando a estadísticas terribles, a datos que sólo de saberlos nos paralizan el corazón.
Un niño muere de hambre cada seis segundos, dice la FAO. Por día, son diecisiete mil. Y por año (o sea, el lapso que suele transcurrir entre dos cumbres o dos conferencias de la ONU) son más de seis millones, más de seis millones de niños que desaparecen de la faz de la tierra tan sólo a causa del hambre.
En el año 2000, esa mítica frontera cultural que la humanidad traspasó casi sin darse cuenta, el secretario general de la ONU Kofi Annan y el presidente de los Estados Unidos Bill Clinton relanzaron con entusiasmo los Objetivos del Milenio. El primero de aquellos Objetivos era bajar a la mitad, para 2015, los índices de desnutrición en el mundo. Sin embargo, ya pasaron diez años y el número de desnutridos, que a fin del siglo pasado rondaba los 800 millones, ha crecido hasta llegar a mil millones. ¿Qué es lo que pasó? ¿No se habían firmado y aplaudido los Objetivos del Milenio? ¿No hubo fondos especiales, y créditos, otorgados para cumplir con esas metas?
Es simplista y erróneo pensar que la lucha contra el hambre en el mundo puede ser planteada al margen de la lucha por lograr protocolos y convenciones cumplibles (por todos los países y en especial por las potencias) en relación con la emisión de gases contaminantes, con el aprovechamiento de los recursos naturales, con los subsidios a la producción agrícola y con el achicamiento de la brecha científica y tecnológica, que se agiganta día a día en proporciones geométricas.
Dicho de otro modo: no son cumplibles los Objetivos del Milenio por separado, cual si fueran rubros para un boletín escolar de los países. Quien no detiene el crimen del hambre y no resuelve a la vez la catástrofe sanitaria y no promueve a la vez el acceso a la educación y no mejora a la vez las oportunidades para su pueblo y no distribuye a la vez, de un modo más justo, la riqueza, le está mintiendo a la comunidad internacional y se está mintiendo a sí mismo. Todo o nada: ésa es ya la opción, a esta altura de los acontecimientos.
Varios mundos y naciones desunidas
En 1945, una carta abierta firmada por Robert Oppenheimer (llamado padre de la bomba atómica), Albert Einstein y otros científicos sirvió de fundamento a la creación de las Naciones Unidas. “Un solo mundo... ¡o ninguno!”, fue la consigna de esos intelectuales en su llamamiento.
Medio siglo después, el compromiso de las grandes potencias con las Naciones Unidas y con organizaciones como la FAO, la OMS y Unicef, se ha ido reduciendo en la misma proporción en que se redujo la autoridad de la ONU para mediar o intervenir en los conflictos.
Alejado el fantasma del holocausto nuclear (puesto que la mayor parte de los arsenales están hoy en manos del mismo bloque hegemónico), queda el fantasma -y la realidad- de otro holocausto, de un holocausto silencioso, que se va consumando en el tiempo y de manera invisible: el hambre.
Nuevas cumbres y el abismo
Al encuentro de Roma sobre Seguridad Alimentaria cumplido entre el 16 y el 18 de noviembre pasados, lo mismo que al Foro Paralelo sobre Soberanía Alimentaria realizado entre el 13 y el 17 en la misma ciudad, no asistieron -a excepción del anfitrión Berlusconi- los jefes de Estado del G-8, dando una clara señal de que las economías más poderosas del planeta, ésas que son capaces de subsidiar con 355 mil millones de dólares los precios de sus productos agrícolas o que son capaces de rescatar a sus bancos y financieras quebradas inyectándoles una masa de dos billones de dólares, no están dispuestas a escalar ni aumentar el magro aporte que realizan al Programa Mundial de Alimentos de la ONU, y ni siquiera a ayudar a que los productores agrícolas de los países emergentes coloquen su producción en el mercado internacional.
Eso sí, en la conmemoración de la caída del Muro de Berlín realizada una semana antes de la Cumbre de Roma, en la Puerta de Brandeburgo, ante las cámaras de la televisión mundial, allí sí estuvieron presentes los líderes de 27 países de la Unión Europea, además de la Secretaria de Estado norteamericana Hillary Clinton y del presidente ruso Dimitri Medvedev.
La dueña de casa, Angela Merkel, no dejó de aludir en su discurso -ya que es algo políticamente correcto- a los nuevos muros y a la ímproba tarea de la dirigencia de contribuir a derribarlos, en los tiempos venideros. Pero si las palabras de Merkel hubieran sido verdaderas, entonces Alemania debería haber estado presente en la Cumbre de Roma sobre Alimentación, llevando a ese foro, como potencia líder de Europa, su propia iniciativa para derribar el Muro del Hambre.
Otro tanto deberían hacer el bloque europeo, los Estados Unidos y China (tremendo depredador ambiental, reacio a los compromisos y los protocolos) en la próxima cumbre de Copenhagen sobre el Cambio Climático. Quienes no actúan con decisión para derribar el Muro del Hambre -afirmamos sin temor a equivocarnos- es porque son constructores del Muro del Hambre.
“La tierra -dijo en la Cumbre de Roma el papa Benedicto XVI- puede nutrir a todos. Pero existe el riesgo de que el hambre sea considerado estructural, parte inseparable de la realidad sociopolítica de los países más débiles y objeto de un sentimiento de resignada desesperanza o incluso de indiferencia". Nada que agregar a esas palabras.
De cualquier modo -perdón por este inveterado escepticismo- la multiplicación de las cumbres (ya que no de los panes) y cualquier bella fraseología puesta al servicio de la denuncia del crimen del hambre, no alcanzará para torcer siquiera un poco el implacable rumbo de la economía global, dispuesta a prescindir de una parte de la humanidad, si es necesario, para alimentar al insaciable Moloch del capital.
Como se oía en aquella canción del filme The Wall, en los años ’70, “Todos, todos ustedes, no son más que otro ladrillo en la pared”. Remedando aquellos versos, podríamos decir que todos, reformistas y conservadores, alegres o preocupados, no son más que otro ladrillo en la pared; no son más que otro ladrillo en el Muro del Hambre.
Edición: 1642
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