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Por Silvana Melo
(APe).- Linda. Y presa codiciada del turismo que pasea por el Santuario de La Inmaculada Madre Del Divino Corazón Eucarístico De Jesús al pie de los tres cerritos. Pero que no alarga, la Virgen, su mano de milagro hacia las comunidades originarias cuyos niños se mueren de desnutrición buscando la nada en una teta vacía. De madre también condenada desde el origen. Como están los pueblos ab-origine en las zonas por las que nadie pasea. Aborígenes, desde el principio de los tiempos, corridos de la tierra que les pertenece y muertos de hambre por una invasión eterna y un Estado con brazos cortos que jamás los alcanza. Como la mano de milagros de la Virgen de los tres cerritos.
El brazo criminal del hambre sí los atrapa y los aprieta en las chozas sin puerta y techo de nailon negro para que no entre la resolana de cuarenta grados de enero.
Es Salta, la linda. La lustrosa y bella de gobernador joven y bello del mismo origen político que sus antecesores -propietarios de las voces mediáticas que denuncian el hambre que construyeron todos, todos, condena sobre condena-; la Salta que encierra la tragedia argentina más imperdonable: tres niños muertos por desnutrición. Apenas en una semana.
"Cuando volví del monte a casa mis hijos me pedían comida, pero yo no tenía. Aquí hay días que comemos y otros que no. El sábado, cuando murió Leandro, no habíamos comido nada". Tenía un año y medio Leandro Arias. Rocío Soruco, de tres, se ató en las alitas su mínima maleta de una estrella y tres sueños y se fue a las pocas horas, junto con él. Era hija de uno de los caciques de la zona de misión Sachapera. Ella tampoco comía cuando se la llevó un vientito en el Hospital de Tartagal.
Claro que cuando sus pequeñas muertes saltaron a los medios el ministro de Salud Pública de Salta, Gabriel Chagra Dib envió una comisión a Sachapera para realizar “un estudio socioambiental”. Quiere saber si donde murieron los chiquitos y sobreviven apenas centenares de niños y madres y padres tienen agua potable y condiciones de higiene. De pronto los invisibles se hicieron visibles. Por unos minutos, apenas. Hasta que el foco deje de estar sobre sus huesos.
A Rocío los médicos la devolvieron a su casa cinco veces después de que sus padres llegaran apenas en su peregrinaje al hospital. A nadie parecía preocuparle esa minúscula vida, frágil y morena, que parecía cristalizarse en cada exhalación. Cuando Leandro y Rocío se fueron juntos, de cabalgata en nube feliz, aparecieron enfermeros en el corazón de las comunidades a llevarse los niños desnutridos. Cuatro en riesgo de muerte que ahora había que atender.
Julián Darío Pérez, que había nacido horas antes que Leandro, murió apenas horas después. “Shock séptico por desnutrición”, dice el certificado de defunción, en un arranque de sinceramiento por parte de la medicina oficial salteña.
Juan Manuel Urtubey, el gobernador, joven K y a veces más o menos K, dijo que la desnutrición es un “tema latente” y que las comunidades aborígenes no van a los hospitales por “una cuestión cultural”. En la típica estructura circular que termina responsabilizando al hambriento de pasar hambre y al desnutrido de morir -ya Misiones dio un ejemplo patético desde la Vicegobernación- nadie se ocupó antes de acercarse a aquellos que se cierran en protección propia por marginación de siglos, por olvido, por condena atávica.
Julián llevaba una semana con diarreas y vómitos. Lo atendieron en un hospital al sur de Tartagal. Su familia, wichi, vivía en una tapera con techo de plástico negro. Migraron uno de estos días a casa de su familia en el Quebrachal como un intento de acceder al alimento. Julián no soportó ni el viaje ni el calor. Tampoco hubiera sobrevivido sin comer. Julián estaba condenado. Tenía a la muerte apuntándole en la nuca. El crimen de hambre sumándolo a su lista. Las autoridades de salud intentaron responsabilizar al carácter migratorio de su familia. Pero no pudieron ignorar que “los médicos que lo atendieron pudieron haberle dado el alta prematuramente”. Julián estaba condenado.
Como Teresa Ortiz, wichi indocumentada de unos 40 años, que apareció muerta en la misión La Chirola. Era un solo hueso finito y frágil. No comía desde hacía semanas. Meses tal vez.
Cuando las autoridades del hospital de Pichanal dijeron que había unos 40 casos de chicos desnutridos, se quedaron sin trabajo. Como las mamás también están famélicas sus crías no tienen posibilidad de recuperación. Se enferman, se infectan y no tienen resistencia ante la avalancha de virus y bacterias. Se los lleva la primera septicemia. Se mueren en la provincia linda y en la provincia roja, se mueren en Salta y en Misiones. Y en Formosa y en el Chaco. 25 por día en todo el pie del sur por diarreas, shocks sépticos, frío, calor, hambre, hambre, hambre.
En diciembre un concejal de Pichanal denunció que se desviaba la leche destinada a comedores y centros asistenciales. Nunca llegaba a los niños. Que se morían. Y se mueren. Y se morirán. Las denuncias penales quedaron en el olvido.
Pichanal pertenece al departamento de Orán, la última ciudad fundada por los españoles en América. Por eso, tal vez, en su escudo quedó marcada con sangre la leyenda “Para vencer al infiel”. Los infieles fueron la mano de obra esclava y despojada y confinada a los rincones que todavía les pertenecen antes de la expropiación que les llegará, más temprano que tarde.
En Orán el 52% de los hogares tiene ingresos económicos inestables. Son trabajadores golondrina que durante tres o cuatro meses al año no tienen nada. El Hospital San Vicente de Paul tiene un solo médico infectólogo para 200 mil habitantes. El HIV asuela las casas pobres y calculan unos 300 afectados -20 mueren por año-; 30 son niños.
El 30 por ciento de los niños internados en la sala de Pediatría tiene algún grado de desnutrición. La mayor parte pertenece a las comunidades ab - origine. Las que están desde el origen. Expulsadas desde hace siglos, por la sumisión, la sangre, el hambre, la marginación, la muerte. Los niños llegan de Pichanal donde 200 familias están acorraladas por la desnutrición. “Si esto sigue así van a tener que crearse más escuelas para discapacitados”, definió con extrema crudeza el franciscano Roberto Velázquez cuando el Gobierno salteño consideró dentro de los “parámetros normales” que mueran diez niños por año de hambre en la comunidad.
Leandro, Rocío y Julián se echaron su hatito al hombro y salieron chuequeando por su camino de estrellas. Tristes porque saben que habrá más acomodándose las alitas para partir. Con un terrón de azúcar y una muñeca sin brazos en el bolsillo. Con el futuro en desmonte. Talado por el hacha de la injusticia.
Niños de Orán, de Pichanal, de Embarcación. Que ya no serán médicos en el San Vicente ni harán explotar los arcos en Gimnasia y Tiro. Que ya no serán.
Edición: 1948
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