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Por Mariano González
(APe).- El mundo, que no sabe de cambios, apenas sigue andando a los tropezones y con los cordones deshilachados, tartamudeando humanidad.
Parimos dolor y violencia: Ricardo tenía siete años cuando llegó al hospital de Niños de La Plata con la vida hecha un moretón.
Ya sin aliento entró en brazos de su madre como antesala del adiós. Será el último de los escasos abrazos tras la agonía de puños ajenos cayendo sobre la nuca y los propios, rígidos contra el cuerpo, apretando angustia y dolor. Los médicos identificaron signos de violación en el niño y “graves heridas en el abdomen a causa de los múltiples golpes que su padrastro le propinó”.
“El padrastro de Ricardito le tenía bronca porque le pegaba más (que a su hermano)”, dijo Gisela Alí, madre del niño. La normalidad es la violencia. La incongruencia es el “pegar más”, el exceso y no la violencia misma.
Para Benjamín no hubo protocolos ni despedidas, sólo un descampado al que fue arrojado ya sin vida bajo la intemperie de la noche oscura de Ostende y los aullidos de los perros que disputaron su cuerpo de dos años.
La madre “permanece detenida como la principal sospechosa”.
Agustín tenía tres años más que Benjamín cuando su cuerpo no soportó los golpes y el hígado se le estalló en un sollozo tibio. Las ausencias durarán y sus hermanos seguirán buscándolo a tientas y en sueños, estirando los brazos para arrebatarlo de las manos impunes de la pareja de su madre.
Llevarán las ausencias a cuestas y las marcas indelebles de la violencia.
Cintia tenía 13 años cuando apenas pudo con el hilo de aire que se le escapaba ante las manos que alguna vez la mecieron.
Para ellos no habrá cumpleaños. Ni siquiera la caricia tierna de la despedida.
Las golpizas terminaron. Esta vez fue la última: esta vez las piedras de los vecinos lloviendo contra el chaperío como exigiendo que acabara el horror no alcanzaron. Tampoco las súplicas, ni las denuncias. Ni siquiera las marcas en el cuerpo ni los vacíos irremediables que anticipan los huecos entre los dientes de palizas anteriores.
¿Cuántas veces se asistirá al entierro de la niñez? ¿Cuántas veces se la olvidará?
Qué desconfianzas germinan las instituciones que castigan a los niños con su silencio lejano, dejándoles una duda indeleble en la frente.
La niñez, cristalizada en los cuerpos inertes que aparecen día a día, es la metáfora más cruel de un tiempo de descarte. Niños que reciben palos por abrazos, palos por juegos, palos por agua, palos por contención. Palos por vivir en este mundo-mercancía. Palos por no ser mercancía y querer ser mundo. Palos porque no hay lugar para las ternuras.
El entorno que debería haber cobijado a las pequeñas vidas terminó por acabar con ellas, sin restos de humanidad. Los signos previos no sirvieron para frenar lo irremediable, las denuncias y los papeles se marchitaron en las fauces de la desidia institucional hasta adquirir poco a poco el amarillo del olvido.
Tal vez unas manos futuras los rescaten, tarde, del abismo del tiempo. Con la tristeza de quien se encuentra con lo que ya no es, alguien quizás contemple la hoja muda rezando por auxilios tardíos, por nombres extraviados, por rostros imposibles, por vidas ya caducas. Incapaces de decir tras el silencio de siglos. ¿Qué dirán ésa y estas hojas, las que no alcanzaron el grito y para las que el infierno es seguir existiendo? ¿Qué les dirán sobre la crueldad de este tiempo a los ojos del futuro, a las manos pequeñas que aún no germinan?
La niñez se asemeja a veces a esas fotos que adquieren el matiz sepia de las ausencias. Y no el de los recuerdos imborrables. Pero el desafío siempre será recuperar lo arrebatado durante todos los caminos de la historia. Recuperar a los niños. Aunque lluevan palos sobre la ternura.
Ilustración: Jonathan Darby
Edición: 3060
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