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Por Claudia Rafael
(APe).- Los rostros de los pibes miran desde las pancartas. Pibes que entran de lleno, en su mayoría, en el target de los olvidados. Pero ellos están ahí. Sus imágenes están ordenadas una junto a la otra, dándole las espaldas a la misma justicia que les ha dado la espalda históricamente a ellos. Una justicia opaca. Estructuralmente injusta. Ellos están ahí. Y con ellos está también la figura de Juan Pablo Kukoc, que tenía 18 cuando el policía Luis Chocobar lo persiguió tras un robo y le disparó por la espalda. Balazos que claramente se muestran en el video de un domo de la municipalidad porteña.
Hay algunos de todos ellos, los pibes de las pancartas, que llevan años de espera. Se ven los ojos luminosos de Miguel Bru, que ya tendría 50 aunque lo desaparecieron con apenas 23. La mirada niña de Luciano Arruga, que ya rondaría los 27 aunque la policía bonaerense se lo llevó con tan solo 16. Mariano Wittis, el músico asesinado hace dos décadas cuando tenía, como Miguel Bru, los mismos 23 años. Hay otros que llegaron a la pancarta hace menos tiempo. Incluso en tiempos de pandemia. Son más de 7500 todos ellos desde la recuperación de la democracia hasta ahora. 7500 que ponen en jaque la misma filosofía de un estado democrático al ser víctimas del brazo armado de ese mismo estado.
No es el de hoy un día más. Luis Chocobar es un símbolo de esas muertes. “Estamos cambiando la doctrina de la culpa de la policía” y los balazos de Luis Chocobar sobre la espalda de Juan Pablo Kukoc no fueron otra cosa que “cumplimiento de deber de funcionario público”, supo decir dos años y medio atrás la entonces ministra securitaria Patricia Bullrich. Y elevó la figura de Chocobar a la categoría de héroe social. Una suerte de justiciero capaz de borrar de la superficie de la tierra a toda semilla del mal que ponga en riesgo el bienestar de los buenos vecinos.
Chocobar fue construido como el ariete capaz de aplicar la pena de muerte a los desobedientes, a los desarrapados, a los olvidados, a los sin rumbo. Y, desde ese halo de heroicidad que se le concedió, se rebautizó al gatillo fácil como cumplimiento del deber del funcionario público. Exactamente desde ese sitial es que pretendió que lo juzgara un jurado de hombres y mujeres primero (convencido de que lo tratarán como a ese héroe pretendido) y luego, directamente la suspensión del juicio. Hoy el tribunal de menores que lo lleva al banquillo negó esa posibilidad aunque insiste en juzgarlo por el delito de “homicidio agravado en exceso del cumplimiento del deber”. Algo así como ser muy riguroso con lo que el deber manda y, si es necesario, matar en nombre de ese deber.
Afuera de Comodoro Py los rostros de los pibes tatuados sobre una pancarta dan la espalda a los tribunales. Los mismos tribunales que históricamente les dan las espaldas a todos ellos.
Edición: 4102
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