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Por Claudia Rafael
(APe).- El alma partida en dos. Si es que en algún lado existe eso que llaman alma. Algo así, siente y define con palabras escasas pero contundentes la mamá de Esteban. Se llama Graciela Alderete y a su pibe lo perdió hace ya tanto tiempo que desde entonces deambula por la vida con el dolor enclavado en sus días. Era un 28 de octubre. Tarde, muy tarde en la noche y la nada se lo devoró. Sólo supo que un par de meses antes los del comando de patrullas se lo habían llevado por la fuerza para una fiestita de la que volvió, pero no por demasiado tiempo. Era 2004. La causa penal la tuvieron todos los fiscales de la ciudad, tiene tantos cuerpos y fojas que ya no hay sitio donde guardarla. Pero de su pibe -ya lo sabe muy bien- nunca sabrá quién, cómo y por qué se lo mataron.
Sólo le quedó un cassete con el sonido de su cumbia preferida y alguno de los dibujos que solía hacerle para pegarle un te quiero sobre la heladera.
Son miles los Esteban desde aquel diciembre de 1983 en que los días volvieron a respirar la libertad de la democracia. María del Carmen Verdú, abogada de la Correpi (Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional) dijo que contabilizan 3000 desde entonces. Y que dos tercios tienen entre 14 y 25 años, mayoritariamente pobres. Es decir, 2000 pibes de 14 a 25 que ya no están. Que cayeron en la calle, atrapados por las garras de alguna de las fuerzas policiales. O torturados en una comisaría, cárcel o instituto de menores.
Tienen rostros y nombres. Tienen historias. Tienen madres y padres que quedaron deambulando por la vida sin sus cachorros. Con esa certeza espantosa que es saber que ya nunca, al levantarse cada mañana tendrán que preparles el desayuno o esperarlos sufrientes en la madrugada después de una salida al boliche.
Rosa Schonfeld era la mamá de Miguel Bru. Liliana Cerviño, la de Damián Rosende. Nora Torres se llama la madre de Víctor Balza. Elvia, la de Diego Maldonado. Norma Méndez, la madre de Emiliano y Linda, la de Mariano Vázquez. La mujer que trajo a la vida a Juan Cruz Márquez se llama Vesna y Lilia Saavedra quien cobijó en sus entrañas a Ramón Santillán. Sabina Sotelo es la madre de Víctor Vital, el santito para muchos otros pibes de los márgenes. Mercedes Gutiérrez, la mamá de Osvaldo Raúl Saliwonszyh y Alberto Barreto el papá de Gisela. El padre de José “Nuni” Ríos es Oscar y Rubén Carballo el papá de Rubén. Roxana Guerra es la madre de Mabel Guerra.
Son miles. Son tres veces mil. Ramona Quintero es la madre de Oscar Aredes y Antonio Olivera el padre de Agustín. Dolores Sigampa, la madre de Ezequiel Demonty y Miriam Medina la de Sebastián Bordón. Julieta Vinaya parió a la vida a Atahualpa Martínez.
La lista es infinita. Son dolores acumulados, que suman un dolor país de esos que no se pueden contabilizar. ¿Acaso tiene retorno la pérdida más extrema? ¿Qué nombre se le pone?
Graciela Marisa Guilis, psicóloga y coordinadora del Equipo de Salud Mental y Miembro del Equipo de Salud mental en Efectos de la Tortura durante la dictadura del CELS (Centro de Estudios Legales y Sociales) trató de hacerlo buceando entre las infinitas historias de madres y padres atravesados por la muerte o desaparición de sus hijos.
Y es extraño. Porque casi todas las sensaciones tienen nombre. Suele haber palabras para todas las cosas. Guilis decía en el dictamen sobre la muerte de Walter David Bulacio, tras los tormentos de que fue víctima en una comisaría, que “cuando alguien pierde al cónyuge se lo llama viudo; a quien pierde un padre o una madre, se lo nombra huérfano, pero no hay nombres, en ninguna lengua, para nominar a quien sufre la muerte de un hijo. Sólo en hebreo hay un término que califica esa situación, que es “chacol”, cuya traducción más aproximada corresponde a la idea de abatimiento del alma. Esta sería la única nominación para un padre o una madre con respecto a la muerte de un hijo, y esa es la dimensión catastrófica que adquirió la muerte de Walter David en sus padres”.
Porque hay un duelo que es casi un imposible. La vida nos prepara para despedirnos de nuestros padres. Para enterrarlos y seguir adelante porque hay vida joven alrededor que nos reclama. Así, después de todo se construyó la historia de la humanidad.
Pero esos 3000 padres y madres desde la recuperación de la democracia tuvieron sobre sí un mazazo que les torció todo rumbo. No hubo leyes naturales que les explicaran porqué hay que quedarse para siempre con el arroró atragantado en el alma. Con la mano trunca de caricias para ese pelo revuelto de siempre. Porque en definitiva, no existe una ley de la naturaleza que diga que el Estado debe engullir como viene haciendo desde el 83 un pibe cada día. No hay un artículo de la Constitución Nacional o de algún código de legalidades teóricas que deje a las claras que hay que disciplinar a los excluidos con la muerte o la tortura para garantizar la gobernabilidad del régimen. Pero hay 3000 nombres que ya no son. 3000 historias que ya no se tejen en la cotidianeidad. 3000 madres y padres con el alma abatida. 3000 vidas que demuestran que hay leyes no escritas que rigen para los excluidos del sistema.
Edición: 1787
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