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Por Alberto Morlachetti
(APE).- Los tiempos actuales se caracterizan por el desvanecimiento de los grandes relatos transformadores que han jalonado otros momentos de la historia. Borges dirá me creo libre de toda superstición de modernidad, de que ayer difiere íntimamente de hoy o diferirá de mañana, quitándole al porvenir su potencial herético.
El hombre es un animal suspendido en redes de significados que él mismo ha contribuido a tejer. Quizás ese latido que nos angustia el pecho sea sólo una pesadilla que se irá -como siempre- en la mañana. La esperanza -para muchos- consiste en domiciliar el dolor, que no podemos soportar, en el mundo de los sueños.
Pero la realidad es terca y despliega -con el despertar- su existencia demoledora en medio de esa urgencia que nos hemos dado los hombres y mujeres para llegar a ningún sitio, la vida ha perdido su espacio y se ha quedado ahí, parpadeando, frente a las góndolas de los supermercados.
El último Informe sobre el Estado Mundial de la Infancia de Naciones Unidas es un despliegue luminoso de cartografías de miserias señalando que mueren de hambre 35 mil niños y niñas por día, y es lícito preguntarnos ¿quién hará duelo de esa sangre? y mil millones viven apenas media vida entre la pobreza y la indigencia. La muerte ha restituido al silencio su prestigio hechizante.
Cuando el 70% de la población infantil es pobre en Argentina, ¿qué se volvió intolerable mirar? ¿Qué se volvió invisible o inmodificable? Pareciera -dice Inés Dussel- que hay una parte de la sociedad argentina que encontró maneras de que ese dolor no le resulte insoportable: culpabilizando, criminalizando, extirpando -si es posible totalmente- al otro que lo evidencia.
Gelman decía -hace poco- “tenemos la suerte de haber nacido en castellano”. ¿Pero de qué sirve la palabra común si tenemos dormido el corazón?
Fuente de datos: Informe sobre el Estado Mundial de la Infancia 2005 – UNICEF
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