Caos sanitario y avalancha militarista

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Por Raúl Zibechi, desde Montevideo
(APe).- Villa Itatí es parte de la periferia pobre del conurbano de Buenos Aires, situada en Quilmes, en el barrio Don Bosco. El nombre responde a la virgen de la ciudad de Itatí, en la norteña provincia de Corrientes. Entre los 45 mil habitantes de la «villa miseria», la inmensa mayoría provienen del norte y de países limítrofes como Paraguay Bolivia. En casitas precarias, techos de chapa, piso de tierra, caños de agua fuera de la vivienda, escasos o nulos servicios de drenaje, se hacina toda la familia. Algo inusual ya que los más pequeños no tienen escuela y los mayores no pueden rebuscarse con la venta ambulante o el «cirujeo», la recolección informal de cartón, escombros o basura para clasificar y revender. Por eso en los primeros días de la cuarentena los comedores populares, muchos instalados en las parroquias, están completamente desbordados.

En las villas de Argentina el coronavirus no llego aún, pero la población ya conoce el dengue y la tuberculosis, que se prendieron con fuerza en los últimos años. De modo que cuando llegue la pandemia encontrará una población ya muy castigada, con las defensas por el suelo, con escasa comida, hospitales lejanos y atiborrados.

Las cronistas de la Agencia Pelota de Trapo, un colectivo de Avellaneda (conurbano de Buenos Aires) que trabaja con niños y niñas de calle (no «para» sino «con»), relatan lo que vivieron en la jornada de la tercera semana de marzo, recorriendo algunos barrios como Villa Itatí.
Al mediodía, bajo un sol macizo, «la larga fila de habitantes de la barriada espera la llegada del camión del ejército que arrastra la cocina de campaña. Desde hace un rato los pobladores se encolumnan, uno tras otro en una cola que se extiende más allá de los ojos y a riguroso metro y medio o dos de distancia, sobre la vereda. La camioneta de Defensa Civil precede al camión escoltado por la policía. Es extraño en este país. Todos aplauden la llegada del camión verde oliva y al rato se van con el táper lleno y con una bolsa con pan».

El hacinamiento en las casas convierte la calle en una suerte de patio colectivo. Y los pasillos que separan las hileras de casitas, siempre transitados por las madres para hacer la compra, y los chicos, y chicas, jugando al fútbol. En las villas no existe estar todo el día encerrado, en casas que pasan de congelador a horno según la temporada, con techos de chapas irregulares o cartones que dejan pasar la lluvia. Lavarse las manos cada hora, como recomiendan los sanitarios, es un lujo imposible. Comprar medicamentos, un sueño imposible. Ah… un detalle: las ambulancias no entran a las villas, por razones de «seguridad».

La policía es una pesadilla. Apenas los adolescentes y los niños se asoman a la puerta, empiezan a gritar y amenazan para que se metan dentro. Los testimonios son aterradores. Siempre contra los jóvenes pobres que tienen un color de piel algo más oscuro.
Con la crisis las villas se están poblando más y más, con gente que llega del norte, de pequeñas ciudades o del campo, al punto que en algunas viviendas se amontonan hasta cuatro familias, que suman decenas niños.

Los más pobres no creen en el coronavirus y cuando lo mentan, lo atribuyen a los «ricos que viajan». La citada crónica de Claudia Rafael y Silvana Melo, pone en negro sobre blanco un sentimiento popular: «A diferencia de la tuberculosis, el Chagas o los males del hambre multiplicada, el coronavirus llegó de la mano de las clases sociales más poderosas». Pero va a afectar a los más débiles, como también comentan en las favelas de Rio de Janeiro y en los cantegriles de Montevideo.

En todo caso, lo que inquieta y revuelve, son esos aplausos que las cronistas declaran como «extraños en este país». En este continente la demanda de orden y el apoyo a las fuerzas represivas no es solo un plan de las elites, sino una demanda que nace en la propia sociedad.
El alcalde de Valparaíso, Jorge Sharp, militante de izquierda (Frente Amplio), reclama la presencia de las fuerzas armadas para asegurar la «distancia social» en supermercados y bancos, ya que se producían algunas aglomeraciones. Es apenas un ejemplo entre muchos otros.

Llegados a este punto, creo necesaria alguna reflexión sobre la militarización que estamos viviendo, en todo el mundo por cierto, pero que suena extraña en este continente que se había caracterizado por un rechazo contundente a los regímenes dictatoriales.
La primera es que las clases dominantes están entusiasmadas con esta perspectiva. La pandemia puede contribuir a restablecer un orden que parecía evaporado con las revueltas en Haití, Ecuador, Chile y Colombia, y de modo muy particular para volver a encerrar a las mujeres en sus casas y a los indígenas en sus comunidades. Es la oportunidad de oro para revertir, o frenar, el activismo antipatriarcal, anticolonial y anticapitalista.

La segunda es que los militares son visualizados por amplios sectores de la población, desde las clases medias que ya se comportan como «policías de terrazas» hasta los más pobres, como un principio de orden en medio del caos colectivo. Las calles de Guayaquil (Ecuador) aparecen todas las mañanas tapizadas de cadáveres que las familias abandonan cuando no pueden hacerse cargo. Algo duro de aceptar, que avala la idea de un mundo caótico fuera de control.

Sin embargo, aquí debe introducirse un matiz mayor. La demanda de orden tiene un significado diferente para los que pasan hambre que para los que solo temen por la seguridad, devenida ahora en temor al contagio. Estos días podemos comprobar cómo esa demanda de seguridad viene, incluso, de la mano de personas que creíamos que formaban parte de nuestro arco de resistencias anti-represivas.
Estas tendencias deben ser comprendidas para poder neutralizarlas, porque en algún punto representan una tensión humana relativamente razonable. Para revertirlas, empero, necesitaremos estar organizados, en colectivos territoriales, capaces de seguir activos pese al encierro y los miedos.

Edición: 3976


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