Candela y el ácido olor de la injusticia

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Por Silvana Melo

(APe).- A las tres y media de la tarde del 31 de agosto revolvía la basura en Villa Tessei, como en tantos días de su vida. Pero ése, ese día de exactamente un año atrás, le quedará colgado en el más oscuro de sus calendarios. La bolsa de donde vio asomar los pequeños dedos de una manito de once años la empujó al infierno y le concedió el dudoso privilegio de ser erigida por la truculencia mediática como “la cartonera que encontró a Candela”. En esas mismas horas, actores y futbolistas atendían teléfonos por la tele pidiendo al anonimato comunitario datos sobre la nena, con la misma estética de Un sol para los chicos. Con la salvedad de que esta vez habría nada más que nubarrones.

Hacía nueve días que Candela Sol Rodríguez, de once años, había salido de su casa. Ni los mil seiscientos policías ni el ministerio público tan demasiado público ni el despliegue mediático obsceno y cómplice de las maniobras policiales, nadie que la buscó –si la buscó- la pudo encontrar.
Y hace un año la manito, como una mariposa inerte, le avisaba a la cartonera sin nombre que a Candela la habían asesinado. Que nadie lo había evitado. Que nadie había querido ni podido evitarlo. Y que todo a su alrededor sería una murga aterradora de policías corruptos, narcos de los suburbios de San Martín, boletas de ex socios de su padre preso, mensajes de su madre y a su madre que siempre supo más de lo que quiso decir, su madre recibida por Cristina Fernández, y pidiéndole a alguien a los ojos de la cámara que libere a la nena, una murga aterradora de fiscales y auxiliares y jueces que fueron volados de un plumazo ocho meses después, funcionarios y ministros con cara grave y dignidad impresentable, buchones policiales, pruebas plantadas, autores materiales e intelectuales que terminaron en libertad, testigos de identidad reservada de credibilidad mínima. Y una criatura muerta, asesinada, vejada, destrozada, víctima de esa murga multitudinaria conformada por las patas más gruesas del Estado, la marginalidad transa y criminal –en sociedad y socorro mutuo tantas veces- y retazos de su familia, en oscura danza judicial y videoclipera.
El fiscal general de Morón, Federico Nieva Woodgate –también sospechado por supuestas connivencias con la dictadura-, el juez Alfredo Meade y la plana mayor de la bonaerense armaron una investigación tan sólida que, ocho meses después, abrió las puertas para que los apartaran en masa y todo cayera prácticamente a fojas cero. Ni el móvil ni la banda a la que detuvieron ni las muestras de ADN ni el arroz con pollo ni la casa del carpintero. Nada quedó en pie.
El edema político que adquirió Daniel Scioli desde diciembre de 2011 le armó una comisión investigadora en el Senado. Gabriel Mariotto, vice del Gobernador y principal opositor, decidió esmerilar allí donde el optimismo montaneriano tiene sus máximas debilidades: el ministro Ricardo Casal, la policía, el servicio penitenciario y la política de inseguridad bonaerense.
Pero lo que no hay que perder de vista es que si bien la avanzada tiene motivaciones internas concretas, también se sostiene en sólidos cimientos. Es evidente que la búsqueda de la chiquita primero y la investigación de su crimen después fueron fracasos rotundos y desgraciados. Y la responsabilidad del Estado es abrumadora.
El informe de la comisión –con posibilidades de acuerdo francamente complejas- apuntará al hueso. Es que la desaparición y crimen de Candela es un perfecto muestrario, un paradigma del funcionamiento policial-judicial-político en la Provincia. Una estructura de décadas que Scioli no hizo más que dejar hacer en ese proceso de consolidación quística. Una triste y bizarra murga legitimada por las cámaras de ciertos grandes medios. Que tuvieron en sus manos audios clave antes que la Justicia, que supieron a tiempo dónde estaba el cuerpo y cuándo iban a ir a reconocerlo Carola Labrador y el Gobernador. Que transmitieron en vivo el evento y pisaron y tocaron junto a funcionarios y curiosos en una clase más de cómo no se preserva la escena del delito. De cómo se garantiza la impunidad ante el cuerpito destruido de una criatura.
Se habló de su “vida sexual” en los medios. Se habló de un “noviecito” que la había secuestrado. Tenía once años apenas. Era chiquita. Muy chiquita. Y estaba muerta.
Alguien contrató a un abogado perfecto para la ocasión. Especialista en embarrado de canchas, en comunicación televisiva y caro, muy caro. Alguien confesó a gritos que al abogado lo pagaba Julio César Grassi. El cura condenado por abuso pero libre. Ella no podía defenderse de nada. Ni de los medios ni de la policía ni de la Justicia. Ni de sus defensores. Tenía apenas once años. Y estaba muerta.
Un año después de que su manito asomó a los ojos afiebrados de la cartonera, ésa es la única certeza.
Tenías apenas once años. Tenía que jugar, atrapar mariposas en setiembre y saltar sobre las hojas secas en abril. Pero está muerta.
Y todo, todo tiene el ácido olor de la injusticia.

 


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