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Por Claudia Rafael
(APe).- El anuncio del gobierno de entregar tonfas, cachiporras, bastones o “palitos de abollar ideologías” –al decir de Mafalda- representa la introducción a un debate estéril. Una discusión sobre los instrumentos y no ya la médula de una política sistémica. Un análisis sobre las herramientas y no sobre los objetivos y la decisión ideológica de los gobiernos de tal o cual color de perfeccionar métodos para la eliminación o el disciplinamiento hacia el control social.
La resolución 220 de 2018 del ministerio de Seguridad bonaerense establece con claridad que se entregará el llamado Bastón Tonfa Policial (PR24) a los 55.000 policías que deberán ir ganando con la práctica y el uso “autoconfianza y seguridad”. Y aclara –por las dudas- que, en las golpizas, “se deben evitar cabeza, cuello, esternón, columna vertebral y genitales del agresor”. Eso sí: se podrán utilizar sin limitaciones las rodillas, codos, muñecas, tibias, abdomen y manos.
A la hora de cocinar un guiso, no importará con qué utensilio se revuelva la olla. Ni tampoco importa, a la hora de aprender a sumar, si se usa una tiza, un lápiz, una birome o si se escribe en una pizarra, en un trozo de papel rayado o liso. Nada de eso está en discusión. Más bien la discusión es si hay o no deseo (e ingredientes) de cocinar. Deseo de aprender.
¿Por qué entonces ingresar en la discusión de cachiporra sí o cachiporra no cuando, por cierto, no son una creación patentada ayer ni cambian, alivian o merman las prácticas represivas?
Cuando en 1991 Walter Bulacio fue con sus 17 y sus ganas de vivir al recital de Obras de los Redondos, las cachiporras estaban ahí. Eran parte del paisaje securitario. Y durante el juicio, un testigo contaba que el comisario de la 35, Miguel Angel Espósito –al frente del operativo- “descargó la bronca de una noche descontrolada tomando la cachiporra de uno de sus compañeros y golpeando en la cabeza a Bulacio”.
En marzo de 2005, Página 12 publicó que Andrés Amato, militante de la Correpi, fue golpeado y amenazado a la salida de una reunión de familiares de víctimas del gatillo fácil en Villa Fiorito. Y se lee en los archivos digitales que “Amato fue abordado por dos hombres armados que lo golpearon con una cachiporra y le gatillaron un revólver en la cabeza”.
Cuatro años después, en noviembre de 2009, La Nación publicó el testimonio de una mujer acerca de lo que vivió su hija a la salida de un recital de Viejas Locas en Vélez Sarsfield: “La policía desde un patrullero con la puerta abierta le pegaba palazos a todas las personas que estaban en la fila, además de mojarlos con agua teñida de azul en todo el cuerpo. Les tiraba los caballos encima y no los dejaban escapar. A mi hija le pegaron con una cachiporra en el hombro, en el pecho y en los brazos. La policía tiró mucho gas lacrimógeno y todo sin ninguna razón”.
En 2011, en Bahía Blanca y tras un robo, la policía persiguió y detuvo a un joven con retraso madurativo –que coincidía parcialmente con la descripción que había dado una testigo- que luego pudo relatar: “Me pusieron una bolsa de plástico en la cabeza, me golpeaban por todos lados. Patadas, trompadas y con un palo tipo cachiporra. No podía respirar y del dolor me quería morir”.
Hace unos cinco años, en un trabajo de tesis, Julián Axat transcribió tramos de entrevistas a jóvenes institucionalizados:
“E.: Yo me acuerdo, en ese tiempo, vos te acordás, cuando yo era chiquito te metían la cabeza dentro de una palangana, un fuentón así con agua, te hacían submarino viste, te colgaban así y te ponían una almohadilla, te daban con la cachiporra, te reventaban las costillas, viste…”
Poco después, fue publicado el informe del CELS “Hostigados. Violencia y arbitrariedad policial en los barrios populares”. En el capítulo “Rosario: Castigo sin proceso judicial”, se puede leer que Lucas vive en la periferia de esa ciudad. En 2014 “Lucas contó que estaba con un amigo en un descampado en el fondo del barrio e intentaron robarle una bicicleta a un hombre. De repente aparecieron cuatro gendarmes. Su amigo logró esconderse y escapar, mientras tanto los efectivos lo obligaron a él a devolver la bicicleta robada. Después de eso vinieron golpes con la cachiporra y culatazos en la cara y en todo el cuerpo. El amigo de Lucas logró avisarle a la familia. Cuando una tía llegó, los agentes estaban limpiándole la sangre de la cara y le dijeron que el chico se había caído...”
Libros enteros se pueden escribir sobre las técnicas y herramientas represivas en cada una de las fuerzas de seguridad a lo largo de la historia más o menos reciente. Y, dedicar capítulos extensos y detallados, a las características de las cachiporras: peso, formato, longitud, color, modos de uso, lugares del cuerpo donde causa más o menos efecto y técnicas para evitar las marcas. Se pueden recorrer las crónicas de Roberto Arlt en las primeras décadas del siglo pasado, bucear en los 60 y en la noche de los bastones largos, introducirse en los pabellones carcelarios o las pinzas callejeras de la dictadura o viajar al presente rabioso de las últimas décadas. De una u otra manera, con mayor o menor protagonismo, la cachiporra siempre está.
Porque la esencia del debate no es la tonfa sino la metáfora clara y sintética de Mafalda. Que no es ni más ni menos que el para qué: abollar ideologías. Alegoría clarísima en tiempos en los que jóvenes y militancia eran una pareja indisoluble.
Porque la verdadera naturaleza de la discusión apunta básicamente a profundizar la vigilancia para imponer una forma de racionalidad destinada a imponer disciplina “para enderezar”. En una era en la que salir de las fronteras demarcadas para los excluidos es pecado capital.
En 1828 el educador Juan Bautista de La Salle escribía que “por la palabra punición se debe comprender todo lo que es capaz de hacer sentir a los niños la falta que han cometido, todo lo que es capaz de humillarles, producirles confusión… Un cierto frío, una cierta indiferencia, una pregunta, una humillación, una destitución de puesto…”. En un territorio en el que no se llamaba cachiporra sino puntero cruel.
Edición: 3582
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