Cacerolazos: déjà vu del colectivo inconsciente

Hoy más del 50% de la población del país donde hoy se vuelve a cantar la misma canción que hace 22 años coreaba –“Que se vayan todos”- abraza el proyecto que promete sin metáforas, sacrificio y sufrimientos. ¿Por qué vuelve a triunfar el sálvese quien pueda y la mano invisible del mercado que ataja todos los goles que puedan hacer empatar al pueblo?

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Por Martina Kaniuka

(APe).- Cuando en el año 2001 Fernando De La Rúa decretó el Estado de Sitio -dejó 39 muertos, más de 500 heridos, el Corralito, los patacones, el trueque, los saqueos y una desocupación del 38%-, las calles se convirtieron en el magma del que, por debajo, ebullía el sueño caliente de una revolución.

Antes, una Argentina saqueada por el menemismo aplaudía el partido de la Alianza, estrategia partidaria política, híbrido de partidos que se reconocían crías bastardas del radicalismo y de facciones que, afines al peronismo, prometían algo supuestamente distinto a lo que habían ofrecido en la última década.

Asambleas de autoconvocados e independientes en las plazas de los barrios de todo el país, ollas populares, merenderos, movimientos de desocupados, cartoneros y piqueteros, centros de jubilados nucleados en torno a Norma Plá, ahorristas descendiendo en la tabla salarial y mucho margen para que, los que ya estaban arañando los márgenes -que habían alcanzado a fuerza de hambre, miseria e imposibilidad del consumo- hicieran cuerpo cierta conciencia y alzaran el puño y la voz. Por aquel entonces, el celular era una modernidad fuera de alcance, y la indignación y el hartazgo, sentimientos que se manifestaban con el cuerpo en las calles. La pandemia no había minado las reuniones presenciales y la virtualidad era un tópico de ciencia ficción. La solidaridad implicaba por entonces algo más que tres puntos suspensivos en un posteo y el contacto y el encuentro entre vecinos y pares, era una rutina habitual.

Es por ello que, además de un molesto déjà vu, la aparición de los primeros cacerolazos en respuesta al anuncio del “plan de desregulación económica” de Javier Milei, es para algunos, sinónimo de esperanza, rebelión y una vía posible camino a la organización.

Después del anuncio, sin embargo, la respuesta no fue espontánea o efervescente. Meditada, tímida, apuntalada por la manifestación que a la tarde no dejó saldos de muertos o heridos y conservó el limón y la leche en las mochilas, fue contagiándose, como un resfrío primaveral que sana tras sortear la primera alergia, hasta alcanzar las puertas del Congreso. La respuesta se hizo eco en las redes sociales y se replicó toda la semana, en distintos barrios de alrededor del país.

Las medidas

El Plan de Desregulación Económica anunciado, fue diseñado junto a Federico Sturzenegger, Asesor de la Presidencia de la Nación, partícipe necesario en el blindaje del FMI, el Megacanje y gestor -junto a Luis Caputo, Ministro de Economía- de las Lebac, Lelics y todos los instrumentos de precisión quirúrgica con los que los alumnos de la Escuela de Chicago y los discípulos de Milton Friedman, agitando los argumentos rimbombantes tan populares de “equilibrio fiscal” y “emisión monetaria”, recortan el “gasto público”.

“Gasto público”: ese eufemismo con el que la oligarquía rancia y la burguesía nacional parasitaria, el agro que timbea en silobolsas, los extractivismos y todas las facciones del empresariado y las corporaciones que, en el anterior gobierno, también se vieron favorecidas por la “conciliación de clase”, engloban las carteras hoy subsumidas bajo el Ministerio del Capital Humano (Educación, Desarrollo Social, Trabajo, Empleo y Seguridad Social y Mujeres, Géneros y Diversidad).

Los personajes y los intereses detrás de las reformas anunciadas siguen siendo los mismos. Ahora, con la impunidad de un capital financiero trasnacional que, con anclaje en Israel y Estados Unidos y sendos proyectos de explotación y devastación de nuestros recursos naturales, ya no disimulan los planes del saqueo.

Sin embargo, más del 50% de la población del país donde hoy se vuelve a cantar la misma canción que hace 22 años coreaba –“Que se vayan todos”- abraza el proyecto que promete sin metáforas, sacrificio y sufrimientos. ¿Por qué vuelve a triunfar el sálvese quien pueda y la mano invisible del mercado que ataja todos los goles que puedan hacer empatar al pueblo?

Son muchas las cartas que los ilusionistas supieron jugar. Primero, aprovechando un gobierno anémico, que no puso ningún límite a los proyectos que están detrás de quienes hoy gobiernan, con una pésima gestión de la pandemia, con la herencia de un 140% de inflación, la propuesta de un candidato a la presidencia que legó esos mismos índices, acuerdos firmados para la entrega de recursos como el agua, el petróleo, el gas, el hidrógeno verde y el litio a corporaciones extranjeras y más del 60% de la población de niños y adolescentes bajo la línea de la pobreza. Segundo, dos décadas de una economía lo suficientemente estable como para sostener una estructura donde siete millones de trabajadores precarizados siguen consumiendo todos los días, aunque no accedan a los derechos laborales que hoy prometen que van a perder, ni a ninguna posibilidad de ahorro o ascenso en la falacia de la escala social. Tercero, el direccionamiento instrumentado de un resentimiento que -apuntalado por la progresía que dice defender a una parte de la población vulnerable asistiéndola con parches y subsidios- se vuelca a una alternativa anti-estado, que promueve la idea de independencia y agencia de los ciudadanos que, aparentemente ahora, podrían autodeterminar sus condiciones materiales de existencia.

Por último, y no menos importante, la pérdida de la batalla cultural, abandonada desde el primer momento en que, valores como los derechos humanos fueron partidizados, construyendo una memoria colectiva que adolece de amnesia temporal, obligando a las nuevas generaciones a abrazar una narrativa histórica del horror reciente de la dictadura, con el reconocimiento a una generación de compañeros y compañeras detenidos desaparecidos que han sido angelados y desprovistos de su potencial revolucionario en la intención profesa de dejar de lado sus trincheras contra este mismo sistema, que bajo las mismas lógicas y dinámicas, con otros raros peinados nuevos, vuelve a oprimir a nuestro país, recordándole que, a pesar de su potencial y de sus recursos, tiene por destino el rincón de la periferia.  

Y, mientras las cacerolas del todavía inconsciente colectivo se van vaciando y agolpando en las plazas y las dirigencias sindicales avergüenzan otra vez a quienes debieran representar, sin alternativas partidarias que se encuentren a la altura de la decadencia que trajo como antídoto el mismísimo veneno, será otra vez el lomo del pueblo el que resista el rebenque sistémico y, a fuerza de hambre y miseria, vaya despertando de un letargo que lleva décadas hasta levantarse.


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