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Por Carlos del Frade
(APE).- Hay puentes existenciales que hacen encontrar sueños colectivos inconclusos y pesadillas impunes. Lugares que se van pariendo desde las desesperaciones, las urgencias, los deseos y también los miedos.
Esos puentes existenciales tienen distintos tipos de esqueletos. Algunos se sostienen en los ideales que vienen abrigándose en las distintas generaciones y siempre aparecen en las peleas grandes y chiquitas por mundos mejores, países en donde en el trono de la vida cotidiana aparezca la noble igualdad y hasta ciudades y barrios en los que crecen los emprendimientos contra la corriente, los que generan salud mental, espiritual y abren horizontes. Son los puentes existenciales que hacen circular los proyectos colectivos todavía no alcanzados y su materia prima son los ejemplos, los valores, la memoria y la indispensable y rara convicción de que el futuro debe ser una propiedad de todos y no la exclusiva petulancia de unos pocos.
Pero los otros puentes existenciales de los que balbucean estas palabras, parecen estar hechos de las oscuridades que nacen de los arrabales del altar del dios dinero, donde crecen otro tipo de valores, como la urgencia por tener, el desprecio del pasado, la certeza de que no hay futuro y que lo único que resulta con sentido es acumular y defender lo acumulado, sea poco, nada o muchísimo.
En esos segundos puentes existenciales suelen aparecer encuentros que, por su propio origen, terminan mal, porque no pueden derivar en otro epílogo los cruces de historias atravesadas por el miedo y la loca idea de jugarse la vida por un puñado de cosas que luego serán mal vendidas.
Son crónicas de gatillo fácil y vidas difíciles. Gatillo fácil que no necesariamente remite a fuerzas policiales, sino a un sentido común que desprecia la vida en relación a lo material, ritual cotidiano que impone el dios dinero, el sistema. Miedo a flor de piel que obtura cualquier forma humana de entendimiento y comprensión y que se alarga en el dedo que está dispuesto y educado por semejantes valores a disparar contra quien sea con tal de defender lo poco, nada o muchísimo que se tenga.
Entonces suceden los encuentros que terminan en profecías de pesadilla.
El muchacho quería llevarse unos cables porque sabe, por esas cosas que se saben más allá de lo oficial, que semejante botín se vende bien o un poco mejor que otras cosas. Y el pibe está dispuesto a jugarse entero por esas monedas en las que se convertirán los cables. No ve nada más que los cables y no escucha nada ni nadie. Viene, vaya a saber desde cuando, atravesando ese puente que desplazó el verbo vivir por el verbo zafar.
El hombre, en tanto, propietario de esos cables y muy poco más, está alimentado por el miedo que le impuso el sistema. No le interesa más que proteger su patrimonio.
Y allí están, en el centro del puente existencial que cruza ambas desesperaciones. Miedos, urgencias, terror de no tener y ejercicio cotidiano en zafar. No puede haber final feliz.
La noticia dice entonces que en el barrio Matera de Merlo, en el Gran Buenos Aires, el pibe de solamente dieciséis años fue herido de un escopetazo mientras intentaba llevarse cables de luz del interior del patio del dueño del arma.
Según el informe de la policía, el dueño de la vivienda “descubrió al adolescente robando los cables de luz, por lo que le ordenó que dejara todo como estaba y que se fuera. Pero ante la negativa del muchacho, el vecino disparó una perdigonada que impactó en el cuerpo del adolescente y lo dejó herido”, concluye la información.
Lógica consecuencia de los puentes que levanta el sistema que premia el tener e impulsa el miedo a no tener.
Fuente de datos: Diario La Prensa 07-06-06
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