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Por Alejandro Rebossio (*)
(APe).- “Vivió su Pascua”, anunciaba este 22 de mayo la iglesia en la que fue párroco, la Santa Cruz. El sacerdote pasionista Bernardo Hughes, nacido en 1933 en el seno de una familia de origen irlandés en San Miguel del Monte, fue parte de esa inmensa minoría de la Iglesia católica que dio cobijo a los perseguidos de las dictaduras de Argentina, Chile y Uruguay. Su compromiso con los "crucificados de hoy" -él citaba al teólogo Jon Sobrino- continuó hasta sus últimos días, a los 83 años.
Se ordenó cura a los 28 años, en 1962, tiempos de cambio por el inicio del Concilio Vaticano II. Él y otros pasionistas, Mateo Perdía, Eugenio Delaney, Federico Richards, Carlos O’Leary y Jorge Stanfield apostaron por entonces por esa renovación. Antes constituían la congregación que atendía a la comunidad irlandesa, pero entonces se abrieron a los barrios que rodean a la Santa Cruz, San Cristóbal y Boedo, a los pobres y a los reprimidos por los regímenes cívico-militares del Cono Sur.
En la Noche de los Bastones Largos del 29 de julio de 1966 algunos de los estudiantes reprimidos por resistir la intervención de la dictadura de Juan Carlos Onganía en la Universidad de Buenos Aires se escondieron en aquella iglesia. En 1967, a sus 33 años, hace medio siglo, Bernardo fue nombrado párroco. Aquel año dio un sermón en una misa que quedó inmortalizado en la película ‘Valentín’, de Alejandro Agresti. Después de que el 9 de octubre el Che Guevara fuera fusilado en Bolivia, recordó su figura en plena homilía: “Fue un hombre que creyó en un ideal, y que creía que la injusticia podría ser superada”. Algunos feligreses reaccionaron retirándose de la misa. “Por favor, no se vayan antes de preguntarse a ustedes mismos, con toda sinceridad: ¿quiénes de ustedes darían, no su vida entera, pero un año o al menos un día por un ideal, del modo en que el Che dio todo lo que él tenía?”. Agresti fue testigo de esa escena y la ficcionalizó en la historia del niño Valentín, que en el film reacciona con esta frase: “Pero como decía mi tío, el cura no pudo cambiar nada. Todo siguió igual”.
No estoy de acuerdo con el tío de Valentín. Mucho hubiese sido distinto sin Bernardo y tantos otros. “Había que poner en práctica lo que decía el Vaticano II, Medellín (reunión de obispos latinoamericanos de 1968): la realidad injusta no era voluntad de Dios, sino fruto de las opciones de los que detentaban el poder y de la apatía de los que la soportaban”, decía Hughes. En 1973, tras los golpes en Uruguay y Chile, "muchos encontraron refugio" en la Casa Nazareth, de la manzana de la iglesia Santa Cruz. Pero en 1976 Hughes, de viaje en Puerto Rico, recibió el consejo de sus superiores de que se mantuviera en el exterior. "Llamaban a Santa Cruz para putearme", recordaba.
En la Casa Nazareth llegó a explotar una bomba y el 4 de julio de aquel año en otra iglesia de la comunidad irlandesa, la de San Patricio, en Belgrano, ocurrió la masacre de los palotinos. El 8 de diciembre de 1977, tras la infiltración de Alfredo Astiz en la Santa Cruz, sucedió el secuestro de los 12: tres fundadoras de Madres de Plaza de Mayo, dos monjas francesas y otros siete militantes por los derechos humanos que habían comenzado a reunirse allí después de una gestión de Adolfo Pérez Esquivel ante los pasionistas.
“Siento como un don del Espíritu haberme encontrado con las Madres y las Abuelas de la Plaza: no me permitieron ser indiferente”, decía Bernardo, que después de su exilio por Puerto Rico, República Dominicana, Uruguay y España recaló como párroco en Colonia Caroya, provincia de Córdoba. Allí se decretaron tres días de duelo por su fallecimiento.
En los 90 volvió a ser párroco de la Santa Cruz. Acompañó a los maestros en la Carpa Blanca y por eso la Confederación de Trabajadores de la Educación (Ctera) lo nombró maestro de vida en 2007. Tres años antes, con el apoyo de sus hermanos pasionistas, quiso cumplir su deseo de vivir con los más necesitados. Así es que a los 70 años se marchó solo al barrio San Cayetano en Campana. “Es un barrio cerrado, porque no tiene entrada, y privado, privado de todo”, decía. Su mudanza era una prueba de que a cualquier edad se podían adoptar decisiones radicales. Allí vivió hasta los 80.
Dos matrimonios de la Santa Cruz, los Mango y los Iserte, lo acompañaban todos los sábados. Muchos otros de esa iglesia porteña iban a visitarlo también. Allí fui testigo durante cuatro años de su trabajo en el barrio: los niños que siempre le tocaban la puerta para pedirle “mercadería” o “chupaletas” y con los que se regalaba mutuamente sonrisas y bromas, la bicicleta violeta con la que visitaba a los vecinos, los mates que les preparaba, la sorpresa de muchos porque saludaba al pastor evangélico en su templo, las balas que alguna vez esquivó en un enfrentamiento narco, el cariño de hombres y mujeres que lo veían tan humano.
Como si fuera poco, a los 80 optó por irse a la comunidad de pasionistas en Ingeniero Juárez, provincia de Formosa. Solo la enfermedad lo llevó a volver a Buenos Aires en enero pasado. Unas de sus últimas palabras fueron: “No se olviden de decirles a todos: ¡gracias!, ¡gracias!, ¡gracias! porque me aceptaron con mis errores, como soy”.
(*) Especial para APe.
Edición: 3357
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