Bepy XIII

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Por Angel Fichera

(APe).- Una vez por mes el abuelo me arrastra a ver a su hermana. Es tu tía abuela, me dice, vive un poco lejos pero es la única familia que nos queda.

Así que este domingo me tocó bañarme a conciencia, cambiar de ropa interior y disfrazarme de buen nieto. A las ocho de la mañana ya estábamos arriba del tren, rumbo a Laferrere.

 

En momentos así nada ni nadie puede despegarme de la ventanilla. Mis ojos se pierden en ráfagas de imágenes veloces y dejo que viajen libres como platos voladores.

El abuelo ya sabe que ni vale la pena hablarme. Que ando recolectando mariposas con los ojos o pescando historias para esos cuentos que llenan mis cuadernos.

Al tiempo pasan los vendedores ambulantes, dejando tentadores chocolates, o turrones, o revistas colorinches. Pero este domingo nada puede conmoverme. He conseguido la concentración de un águila y la tozudez de una mula. Al rato, entra una viejita tambaleándose por el bamboleo del tren.

Y cuando creía tenerlo todo controlado, su sola presencia me estremece.

Anuncia su producto con una voz tan tenue y resquebrajada que no se alcanza a saber siquiera qué cosa vende ni a qué precio. El arrullo de los vagones traqueteando sobre las vías, la transforma en un fantasma afónico y taciturno.

Hubiera sido mejor que usase el lenguaje de señas, o por lo menos tuviese el sano juicio de agitar en su mano una muestra de su mercancía. Pero no. De la caja de cartón que atesora como un bebé de pecho, apenas si asoman lo que parecen ser unas patitas de rana, o un paquete de pastillas mentoladas, o unos zoquetes verdes de lana.

Por supuesto que nadie le compra. Pero igualmente ella recorre el vagón de punta a punta, y como si ya hubiese anunciado su producto por megáfono, espera unos segundos a que la concurrencia se decida. Analiza con sigilo cada uno de los movimientos involuntarios o espasmódicos de los pasajeros, para detectar si algún ademán apunta a sacar billetes del bolsillo o a llamarla con una seña inconfundible. Pero nada de nada. O peor, sobreviene en el pasaje una parálisis tan evidente que, por un momento, creí que posábamos para una fotografía.

Sin embargo, ella ni se alteró. Quizás, aparte de arrugas, ya acumulaba años de sobrellevar fracasos o una inmensa capacidad para tolerar la indiferencia. O amaba tanto aquella valiosa mercadería que le hubiera sido imposible desprenderse de tan enigmática gema.

Una joya antiquísima... Una roca lunar... Un amuleto contra la mala suerte...

Y aunque yo me retorcía por saber qué mágico o estrafalario producto cargaba en esa cajita, nunca me hubiese atrevido, ni por asomo, a saltar de mi asiento y asomarme a ese universo abismal, inverosímil.

Porque la calle me ha enseñado que hay cosas que es preferible mantenerlas así; fuera de la vista. En el más absoluto de los misterios.

Edición: 2381


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