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Por Mariana Romero (*)
(APe).- Ulises es el de los viajes, el que cada mañana atraviesa la ciudad entre la escuela y su Ítaca, la que está al oeste de la ciudad, después de la avenida. El héroe griego comenzó a escribir en su cuento –una de esas veces en que optó por ingresar a la escuela, en vez de quedarse fumando en la plaza-: “¡-Ey, guacho, quedate quieto!- lo tenía con el fierro contra la pared pero no sé, algo dentro mío no quiso apretar el gatillo. Todos estos pensamientos nublan mi visión, ya ni recuerdo por qué terminé acá parado”. Así, en primera persona, el héroe de todos los tiempos nos cuenta en tiempo real cómo funciona la cabeza de un pibe con un fierro en la mano.
Ese relato de bandido de barrio, creado por un chico de villa y a quien la ciudad se lo llevó no sabemos dónde, es la historia de los compañeros de Ulises. Es la vida de Nicolás, que después de abandonar y volver a la escuela infinidad de veces, acabó fusilado en la calle de tierra de su Ítaca, con seis tiros en su cuerpo. Algunas versiones decían que fue un ajuste de cuentas; otras, que alguien desconocido –pero que imaginamos vestía de azul- le disparó, mientras huía en su motito, después de afanar.
Su muerte fue llorada por pocos e ignorada por los medios locales. Sin embargo, la ligereza de ciertas esferas no fue admitida por otros. A Maxi –compinche de curso, dueño de carcajadas contagiosas y de tickets de futuro que lo lanzaran a otro sitio (iba a ser profe de educación física cuando terminara la secundaria)- se le ahogó la sonrisa en las lágrimas. Su boleto no logró pintarle un futuro prometedor, su suerte de no salir a robar en motito (aunque sus amigos sí lo hacían y así se iban) no bastó, nada alcanzó para que otro pibe más se nos fuera; porque antes de que se cumpliera un año de la muerte de Nico, Maxi decidió –con su sonrisa ya opacada- colgarse de uno de los tirantes que hacían el techo de su habitación. El que tenía la suerte de una risa no desdentada, había visto mucho y la vida lo cansó antes de que él se cansara de vivirla.
Cuánto le cansa la vida a los pibes de los barrios marginados de Santa Fe, cuánto lastiman las balas que rompen la vida propia y ajena. Porque a pesar de los infinitos análisis de los extranjeros que apenas rozamos sus vidas, ellos saben de qué se trata esto. Los pensamientos que nublan la vista del pibe que tiene que quemar a otro pibe, en el cuento de Ulises, es la realidad que recorre las arterias de la adolescencia que vive al otro lado de las avenidas, que cruzan sólo para ir a la escuela, recorriendo cada mañana y cada siesta la frontera que los determina en el limbo que quizá muy pocos cuestionan y que sí se pregunta el personaje de Ulises: “Ya ni recuerdo por qué terminé acá parado”.
De esa suerte hablan las heridas de guerra. El tiro en la mano de Axel, el balazo en la pantorrilla de Walter, en la pierna de Gonzalo. Es que en las biografías de los pibes, a muchos les resulta natural “tirarle tiros a la bronca”, como decía Lautaro en la primera escritura, o “ir a visitar a mi hermano que está en Las Flores porque mató a un pibe que le decían Pollo”, como nos contaba Adrián en su relato de las vacaciones de invierno.
Cuál es el sonido de un proyectil, cómo huele la pólvora en un revólver, cuál es la sensación de la bala ingresando en la piel, cuánto pesa un fierro en la mano de un pibe de 12 años, qué se siente extirparle la vida a otro con la faca, se tomará dimensión de esa vida tan corta que se escapa tan cerca, tan pegada a la otra que tiene el arma y dos años más.
El dueño de esas sensaciones es uno -y muchos-: el pibe de villa. Los otros chicos, los que pagan altas cuotas en las escuelas privadas, no crecen con esas percepciones, no alimentan el alma con esa violencia, no saben de eso. No saben tampoco más de dos sinónimos para la palabra policía o cárcel. Los pibes de barrio son expertos en eso, no pueden conjugar en subjuntivo pero entienden que la yuta, la gorra, la cana es la que los para en cada esquina por portación de cara; comprenden que la escuela no hace más que retenerlos un par de horas, un par de años, para lanzarlos otra vez a las fauces del sistema. Por eso le dicen pabellón 1 al salón de clases de primer año, pabellón 2 al de segundo y así, a toda la escala. Escalera que los chicos bien suelen trepar sin muchos conflictos; mientras que los pibes de ojos cansados siempre se quedan demorados entre el primero y el segundo, para saltar definitivamente a la calle, prescindiendo de las otras cuotas pendientes.
Porque en las escuelas con pibes de villa pocos aceptan trabajar: es difícil enseñar para un futuro que no se ve. Y la educación se transforma en el contenedor que “logra que los pibes no afanen durante siete horas” o que –al menos- “acá no los matan”. Del espacio utópico que supondría crear los cimientos para la revolución, el cambio prometedor para el porvenir de los más desprotegidos, no queda más que una esperanza chiquitita que se opaca en cada faca confiscada en el recreo.
La educación actual se dispone, por un lado, como la esfera que reproduce las premisas del sistema capitalista que permitirá triunfar a los que ganaron desde la cuna; y por el otro, para cumplir a medias con la obligatoriedad dispuesta en las leyes. El sentido de la escuela se pierde justo ahí donde más debería brillar. Y entonces, así como proceso de decantación, perdemos a los pibes.
Los pibes se van con las balas o terminan ahí donde muchos ya habían escrito su certificado al ingresar el portón de calle del colegio: los ex alumnos changarines. Ésas son las historias de Pato, al que encontramos en la parada de colectivos con ropa de trabajo, diciéndonos que consiguió un curro de albañil –mientras nos cuenta también que se juntó con la Sole y que tuvieron una guachita hermosa, tal como lo evidencia su foto en el celular-; la de Ricardo, el pibe con más cabeza que hayamos tenido nunca y que cayó un día por la escuela con la mano vendada, lamentándose que en el taller donde laburaba en negro perdió dos dedos y también la changa; la de Esteban, al que cruzamos en la chopería más conocida de la ciudad y nos dice que anda bien, aunque la semana pasada se quemó con aceite hirviendo y que aún no consigue ir al hospital porque los horarios del trabajo no se lo permiten.
No alcanza con el mate cocido caliente a la mañana temprano y el guiso prometedor al mediodía. No les sirven los exámenes livianos de pobres y la constancia de título vacía. Las netbook sin acceso a intenet –o a una conexión eléctrica segura- parecen sellar a fuego las contradicciones de una conexión igualitaria falaz. La campera de algodón liviana en julio y las únicas zapatillas que se quedan en la casa -junto a los pibes- cuando llueve, demuestran que eso que se llama prioridad parece ingresar a la escuela para quedarse en eso: en el ropero escolar; pero no extirpa, no allana, no les pinta una vida que podría ser otra, no les fabrica corazas para las balas, no les quita la sensación de frío del chorro de agua en pleno invierno, no los salva.
Miro una foto y veo cómo los pibes que fueron nuestros ya no están, porque se los chupó la Ítaca arrabalera, la tierra sin promesas, el trabajo en negro, las balas y la tristeza.
Sólo queda el brillo de fantasía en las muñecas de Wanda, sus trencitas con flores que aún lucen a una semana de festejar sus quince años, las anécdotas que irrumpen en la clase como un consuelo alegre de la cumbia bien zarpada que bailaron en el saloncito del barrio, el sonido de la batucada hecho con biromes que alentó al rojinegro el último domingo.
Que no se apaguen las risas de los bandidos, en el pabellón de segundo año, de los aún quedan, de los que aún sonríen. Que el Dios de los vientos no sople por capricho y que aliente a los pibes a la tierra prometida, erigida no ya por privilegios sino por derechos. Que los dioses que los protegen no dejen expuesto su talón de Aquiles.
(*) Mariana Romero recibió la mención especial en el concurso de crónicas Alberto Morlachetti
Edición: 3146
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