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Por Silvana Melo
(APe).- Balas perdidas, balas para otros, muertes errantes que encuentran una espalda chiquita para hacerse fuertes, periferias sistémicas donde la vida no vale lo que una hoja en el viento, baldíos del mundo donde se mueren los chicos. Donde los matan balas perdidas, balas para otros. En Dock Sud, en Rosario, en Fiorito, en Villa Adelina. Donde la vida vale el poder de la esquina. La propiedad de una zona transa. El gobierno de un barrio donde la supervivencia corre alrededor del dealer o la cocina de paco detrás del kiosquito. La guerra declarada en la más canalla circunvalación humana.
Ana Eugenia escuchó voces a las tres de la mañana. Hacía calor y quiso espiar. La puerta de calle estaba abierta y su padre discutía del lado de afuera. Se asustó un poco y se volvió para adentro. A los dos años los fantasmas y los monstruos son habitantes de la oscuridad. Pero no suelen llevar armas. Sólo asustan a los niños. No los matan.
Tal vez no alcanzó a sentir más que el golpe seco en la espalda. Tan chiquita y frágil. El disparo la atravesó y murió después en el Hospital Fiorito, sin concierto de hadas y duendes que intentara salvarla.
Murió y murió. Sin que nadie sepa nunca cuánto de plomo, benceno y venenos varios tenía su sangre. Porque Ana Eugenia murió de pronto, por una bala enceguecida que era para otro. Pero ella vivía en Dock Sud. A metros de la Villa Inflamable. A metros del Polo Petroquímico. Contaminada en su piel, en su sangre, en sus huesos, en la posibilidad de comprender, de sumar y de restar, de rebelarse.
Si a Ana Eugenia no la mataba esa bala, lo haría el veneno del aire y del agua. Lo haría el capitalismo despiadado que concentra riqueza sobre la destrucción de la vida; que -según informes oficiales y privados- inyecta más de un 50 % de plomo en la sangre de los niños, además de otros 17 químicos que seguramente a Ana también le corrían por el cuerpo. Jugando con el cáncer, la leucemia, las enfermedades en los riñones, en la piel, en las neuronas.
A Ana Eugenia la mató una horda de monstruos. La mató una bala salida de la guerra de su barrio. La mató el benceno, el tolueno y el plomo. La mató el olvido y la indiferencia. La mató el arrabal desgraciado de la vida donde le tocó nacer. La mató el campo de exterminio donde le tocó crecer. Pobreza, químicos, contaminación, narcotráfico, criminalidad, guerritas de bandas, la humanidad en estado puro, precario, primitivo.
El barrio de la vida donde fantasmas y brujas se asocian para llevarse a los niños de cuajo. Y nos dejan malherido el amanecer.
Edición: 2378
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