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Hay noches dedicadas a los museos, a las librerías y a las pizzerías, pero ni una sola para los pibes y pibas que atraviesan la nocturnidad por diferentes razones. Con los locales y las plazas cerradas, se vuelven parte de un paisaje lúgubre. Crónica a contramano de lo diurno.
Por Facundo Lo Duca
(APe).- Sentado de rodillas, Agustín acomoda tres figuritas del mundial en el suelo. Ninguna es de la selección argentina, pero eso no lo frustra. Forma una línea con las tres.
─Así es el defensa ─le explica a su madre, parada al lado.
Después adelanta la del medio y dice:
─Así la delantera.
Tiene ocho años, viste un buzo azul de Boca Juniors y con su madre aguardan en una fila larga para recibir un plato de comida. El lugar: la entrada de la Biblioteca del Congreso de la Nación, en Capital Federal. Son las diez de la noche, el frío húmedo de agosto se pega en los huesos. Desde hace semanas, una organización social se reúne en este punto y reparte alimentos.
La luz blanquecina de la entrada de la biblioteca desafía la lugubridad en la vereda. Aún está abierta. De hecho, es la única del país con un horario trasnoche. El escritor Ricardo Piglia solía frecuentarla. Su vida noctámbula le permitía encontrar allí un resguardo del bullicio urbano y leer hasta caer rendido. Sin embargo, en la única biblioteca abierta a estas horas, la gente no entra: ¿de qué sirve un libro cuando el estómago está vacío?
Más de la mitad de los pobres de la Ciudad de Buenos Aires son niños, niñas y jóvenes que tienen menos de 29 años
La fila avanza. Agustín se sienta en las escalinatas del edificio y descansa el mentón en sus puños, pensativo.
─Vamos a ver El Molino ─le dice su madre, con dos bandejas plásticas humeantes.
Las astas de la histórica confitería ─que volvió a abrir sus puertas este año─ brillan con un color acre. Al lado, el Congreso, también resplandece. Desde acá es fácil amar a Buenos Aires, pensaría probablemente algún turista.
Agustín y su madre, sin embargo, se sientan en la base maciza de un farol, sobre la avenida Callao. Comen en silencio. El pequeño saca las figuritas y agarra la cuchara plástica. La coloca en el piso de forma horizontal y, un poquito más adelante, a sus tres jugadores.
─El arco y la barrera ─dice y su madre asiente.
La ciudad tiene la noche de los museos, la de las librerías y hasta de las pizzerías, pero no hay una sola noche dedicada a las infancias. Las plazas se cierran, los locales bajan sus persianas. Como si ese ámbito estuviera vetado para los pibes y pibas de la ciudad que atraviesan ese espacio todos los días ¿A dónde juegan ellos, entonces, empujados a la nocturnidad por diferentes situaciones?
No hay políticas estatales, además, que conciernan a la noche, tampoco estadísticas precisas de cuántos chicos y chicas deambulan a estas horas. No hay, sobre todo, historias. Lo importante, para la mayoría de los medios, trascurre durante lo diurno. Para cuando la luna asoma, sólo quedan las noticias de la sección policial.
Sin embargo, para Alan, de 12 años, acodado en su carro de recolector urbano sobre la avenida Corrientes, la noche es un aliciente. Alan estudia por la mañana y colabora con su familia en su trabajo de recolectores de una cooperativa en Lomas de Zamora, por la noche.
─De día Buenos Aires es un bardo ─dice ─; de noche te perdona, si sabés patearla.
Las tradicionales pizzerías de la avenida, a las once de la noche, siguen colmadas; detrás, el Obelisco. Alan empuja el carro de tela blanco con liviandad, aunque llegue a juntar casi sesenta kilos de materiales por jornada. Cada vez que pasa por una casa de instrumentos, pega la cara a la vidriera. Sueña, dice, con dedicarse a la música y comprarse un violín. Su tema favorito es El olvidado, del folklorista, Néstor Garnica. Una estrofa de la letra dice así:
“Flor obrera soy
Silvestre de espuma
Cuando el tren se va
Miro en las vías la luna
Pensando tal vez
Mi pueblo encuentre fortuna”.
Alan se toma un descanso. Apoya su espalda sobre el carro y se limpia el sudor de la frente con el codo.
─Termino en un rato y ya nos vamos a casa ─cuenta ─. Lo jodido es subir todo al camión después.
La avenida Corrientes supo ser una vanguardia cultural entre los años ’30 y ’60. La elite política se mestizaba con la bohemia porteña. De hecho, hay un encuentro que ilustra esto. Una medianoche como ésta, pero de 1939, el escritor y periodista Roberto Arlt se cruzó a una joven Eva Duarte de Perón. La anécdota, narrada por César Tiempo ─amigo y confidente del escritor de Los Lanzallamas─ dice así: Arlt, de 39 años, y Evita, de 20, compartieron de casualidad un café en uno de los teatros donde ahora Alan divisa restos de cartones en los containers. Allí el creador de las aguafuertes porteñas, contó Tiempo, derramó sin querer su café sobre el vestido de Eva. El escritor se arrodilló y le pidió disculpas, quizás como una premonición de todo lo que vendría después.
Ahora Alan emprende su vuelta. Las luces de la avenida, como una pasarela, lo acompañan hasta perderse en el bajo porteño.
Más de la mitad de los pobres de la Ciudad de Buenos Aires son niños, niñas y jóvenes que tienen menos de 29 años, según datos de la Dirección de Estadísticas y Censos del distrito del año 2020. Esto equivale a 410.000 personas, es decir, el 54,2% de los 767 mil pobres. Los más afectados por esta realidad son los menores de 14 años que representan el 37,7% o, dicho de otra manera, 4 de cada 10 chicos y chicas.
No hay políticas estatales, además, que conciernan a la noche, tampoco estadísticas precisas de cuántos chicos y chicas deambulan a estas horas.
A las dos de la mañana, el barrio de Constitución se transforma en una postal urbana como pocas. La calle O’Brian, aledaña a la estación de trenes ─una de las terminales por las que transitan más cantidad de gente en toda Latinoamérica─, alberga construcciones que parecen castillos. En la entrada de uno de esos edificios está el ‘Guli’, sentado con tres amigos. Ninguno supera los 15 años. Mañana, un martes cualquiera de agosto, no irán a la escuela. La abandonaron en la pandemia.
─Cada uno hace la suya ahora ─dice el Guli, con un pucho en la mano. ─En el barrio es así.
Para divertirse en noches desoladas como ésta, cuenta Guli, juegan a la pelota en las inmediaciones de la vía del tren, cerrado por estas horas.
─O vamos para el puente y fumamos uno─ dice. El puente es una explanada corta que sobrevuela una parte de la estación en completo abandono. Allí, con el tiempo, se formó un pequeño barrio ferroviario en las oficinas en desuso de la empresa que regula las líneas férreas.
─Ahí se ve todo Consti. Nos quedamos un rato─ dice el Guli.
Cada vez más pibes y pibas se suman a la noche de las infancias.
Bajo una luna tremenda.
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