APe en La Plata: crónicas de pavor, naufragios y desidias

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Por Claudia Rafael y Silvana Melo

(APe).- Hay otra historia. Que no se dice. Que no se pronuncia. Que deambula con el relato entrecortado de las voces que llegan desde las barriadas del abandono. Hay otra historia y pasará al olvido cuando la gran inundación abandone de a poco las grandes portadas de los diarios y deje de ser agenda y de ocupar minutos y más minutos en radios y canales de televisión. Ya no se hablará de los nadies rendidos al desamparo.

No habrá quien pronuncie en voz alta –porque todo será grito silenciado- que los más pobres de toda pobreza duermen entre las toneladas de ropa que se travisten de colchón. Que las casitas de precariedades estructurales se fueron con la correntada y no volverán. Que algunas se reconstruyeron con los desechos de los inundados de otros barrios. Como suele ser en esa fatal escalera de la vida de los de arriba y los de abajo.
Hace exactamente seis años, el intendente Pablo Bruera, el mismo que falseó fotos suyas repartiendo agua en bidones aunque estaba en Brasil, recibió de la Facultad de Ingeniería de la Universidad Nacional de La Plata un plan de obras destinado a prevenir inundaciones, entre ellas ampliando el entubamiento del arroyo El Gato. Jamás se hizo.
Hay realidades oscuras que denotan grandes negociados inmobiliarios y abren las compuertas de la riqueza a los mismos e históricos de siempre. Todo es un combo de la perversidad.
La tropicalización climática, la reacción de la tierra y del cielo frente a la crueldad humana, fueron brutales. Pero el suelo horadado por la brutalidad del hombre se asoció esta vez con los residuos cloacales, con la basura sin recoger, con el combustible, los lubricantes y la grasa de las estaciones de servicio, con las emanaciones de la refinería de YPF que esa noche fatal enloqueció.
La solidaridad llegaba con la misma fuerza con la que horas antes el agua había irrumpido. Se veían interminables hileras de anónimos que decidieron ir con sus donaciones directo al barrio. Dispuestos a compadecer –en su verdadera etimología- junto a los desterrados. Compadecer. Padecer junto a.

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Hay historias silenciadas. Como aquel camión que llegó desde Mar del Plata, pleno de colchones, ropas, comida, bidones de agua o productos de limpieza y al que el Municipio con celeridad envió a Villa Elvira. Simplemente a pararse en una esquina. Ante los ojos ávidos de los desharrapados de los márgenes. Ante el hambre vieja de deseos de otra vida de los que quedaron ahí. Sin nada como precepto de historia. Podría haber sido la guerra.
La ciudad se fue militarizando de a poco. Con uniforme azul o verde o con ropajes punteriles.
Julio decía desde la Ringuelet más abandónica que los vecinos habían hecho un corte. Ya hartos de que el Estado no llegara con ayuda. “Vinieron los punteros y nos apretaron mal”.
En Villa Elvira otros punteros intentaron la misma suerte. Los vecinos rabiaban denso y no los dejaron.
Las grandes catástrofes despliegan lo mejor y lo peor. Las gentes de a pie llegaban con sus bolsas. Los camiones desde el interior profundo viajaban horas y más horas para acercar una y mil manos.
Como contrapartida, la codicia aumentaba a 30 pesos una botella de agua.
Y las estrategias del poder fragmentaban con discursos de rumores de saqueo o con prácticas punteriles endémicas.
El municipio aportó ineficiencia. La provincia, aparato represivo. La Nación bajaba fondos y ayuda a través de La Cámpora.

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Hay historias que quedarán clavadas en el alma.
“Papá, la tierra se hunde”, sollozaba Brian aquella noche. Un par de días más tarde, ya con la sonrisa de nuevo en los labios, jugaba con Black, cachorro como él, con la piel de negritudes hondas como él, a pocos metros del arroyo El Gato. Su vida entera está ahí. La casita se alza en la esquina de 515 y 1. Bastan unas zancadas para toparse con el agua eterna que pizpean por los agujeros de las chapas que hacen frontera con la rivera. La altura del arroyo suele ser señal. Pero esa vez ni siquiera. La nada misma es su territorio. Más nada que nunca. Brian se chucea con su primo Ramiro, que le prepea que su Mora es más grande que Black. Después se hermanan juntos con una rama corta y, mientras intentan quedarse serios por 30 segundos seguidos dicen: “te vamos a robar todo”.Largan la carcajada y empiezan a saltar charcos. El que se cae, pierde.
La suya es una historia del manual de todos los desamparos de la tierra. Viven en Ringuelet, a un par de manzanas de la escuela 60, que es romería de ayudas y solidaridades desencauzadas. Que desnuda letargos, ausencias, pujas de sobrevivientes a los que se les desmadraron todos simientes de la historia.
Viven en Ringuelet como podrían vivir en Villa Elvira, en Altos de San Lorenzo, Los Hornos o en El Carmen, de Berisso. Son hijos de las estructuras de poder que los arrinconaron a la marginación y al olvido. Décadas enteras de empujar a los nadies a las vías del desamparo generan un rinde impecable a los cosecheros de la exclusión. Y ahora, la lluvia feroz en fatal connivencia con años de intervención en la naturaleza, de construcciones que no repararon en límites ni consecuencias, de obras que debieron hacerse y no, de ríos y arroyos tapados y encarcelados sobre los que se hizo ciudad exponen obscenamente al desnudo.

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Hugo Bilbao, del organismo provincial de Medio Ambiente, dijo a los medios que en cuatro días se recogieron 22.500 toneladas de basura en las calles platenses. Y para entenderlo comparó: es el volumen de 12.000 autos o de 4000 camiones. Muebles hinchados y rotos. Colchones abatidos por el agua. Juguetes castigados por una inundación que les prohibió volver a ser junto a un niño. Libros de páginas desperdigadas. Historias de baúl. Fotos identitarias. Cartas de amor.
Basura apilada entre los restos de mascotas ahogadas. El olor a muerte se entremezclaba con el hedor que deja la humedad de la inundación.
Alberto se quejaba apoyado en el chaperío de su casa que milagrosamente siguió en pie. “Acá se nos vienen las enfermedades. No hay nadie que haga lo que tiene que hacer”. No hay políticas sanitarias reales previsoras de lo que vendrá.

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Norma, Aníbal y Virginia también viven en el ala más pobre de Ringuelet, a cien metros del arroyo El Gato. En una mañana de plenísimo sol sacaron al patio delantero el único colchón salvable, el que no tenía tanta marca del agua negra. “Yo que había soñado tanto con los bajomesadas y mirá cómo quedaron”, dice Norma y señala el aglomerado hinchado ya para siempre.
Aníbal estuvo toda aquella noche con el agua por encima de la panza custodiando la casita. A ella, la correntada que irrumpió en su cocina le llevó los botellones de detergente, de lavandina, de desinfectantes acomodados en una estantería que improvisaban un negocito que los dejaba sobrevivir. A él le destruyó la chata con la que repartía pizzas caseras. Norma y Virginia se fueron a la escuela 60 en la noche del miedo, cuando vieron que la correntada crecía y crecía como nunca la habían visto. Ellas vieron el cuerpo del vecino que se electrocutó cuando empujaba un bote donde salvó a unos cuantos. Estuvo dentro de la escuela toda la noche, en una especie de siniestro velatorio, para que no se lo llevara el agua. Porque nadie, nadie apareció hasta el otro día. Ellas también aseguran que encontraron “dos nenitos ahogados en el arroyo El Gato” y “todos iban a ver porque hay varios chicos que están buscando”, dicen.
Alejandra tiene 32 años y cuida a sus crías contra viento y marea. Su marido “arregla coches” y sostienen una casita pobre en las orillas del arroyo El Gato. “Fue terrible”, dice. “Cuando vi que el río empezaba a crecer, levantamos lo que pudimos y nos fuimos con los chicos y varios vecinos arriba. A un pisito que se hicieron con maderas y algún bloque, previendo que el arroyo traiciona muy seguido. “Todo es un asco”, dice cuando habla de la enorme soledad: nadie apareció durante esa noche atroz, nadie los ayudó, nadie llega al Ringuelet de la orilla.
El pequeño Axel se ríe en el fondo de la casita y apoyado en las chapas mira a la cronista de APe y se ubica para la foto. Las dos hermanitas se cuentan secretos en la puerta, con un colchón al sol colgando del muro, como único testigo.
Todos coinciden que la Municipalidad olvidó a las orillas de El Gato, ésas que mira Alejandra por sobre las chapas del patio de su casa para saber en qué momento hay que levantar. “Acá los únicos que vinieron fueron los del Frente Darío Santillán. Los vecinos hicieron piquetes en el puente y vinieron los punteros de la intendencia armados y los disolvieron”, relatan.

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Ricardo recorre en su carro el barrio La Loma. Ahí donde los muertos se multiplicaron de a manojos. Ricardo vive en los Altos de San Lorenzo. Donde los centros de ayuda estaban custodiados por camiones de policía. El efecto rumor rindió claramente y abrió sus puertas con alfombra roja y clarinetes a los aparatos represivos. Gendarmes, policías. Ciudad sitiada.
Ricardo y sus cuatro hijos viven del cartoneo. Esa tarde hizo trotar al caballo despacito por el barrio del Estadio Unico. “Yo me quedé totalmente en bolas”, confiesa. El agua se le llevó la casa. Y algo recupera en su recorrida por la desgracia generalizada. “Lo que ellos tiran es mucho mejor de lo que nosotros podemos tener”, dice.
El, como tantos otros, en un secreto que ya no es, multiplica el número de víctimas fatales. Y cuestiona con una lógica impecable el listado oficial.
Avanza la causa judicial en manos del juez en lo Contencioso Administrativo Luis Federico Arias. “Se instalaron rumores en algunos barrios muy golpeados sobre la muerte de chicos”, dijo a APe. “A partir de la presentación que hizo el defensor Julián Axat en mi juzgado, yo quise tener un panorama más exacto. Fuimos a la Morgue, fuimos al Hospital San Roque, de Gonnet. Y el problema de base que uno encuentra es que el registro del gobierno se hizo a partir de los casos judicializados. Acá hay una primera gran irregularidad: el manejo de estas muertes no debería estar en manos del Ministerio de Seguridad sino del ministerio de Salud. No se trata de causas criminales sino de muertes en el marco de una tormenta”.
Y la gran base de todo está en los mecanismos de armado de registros. “Se están teniendo en cuenta las muertes durante la tormenta por causas traumáticas pero qué ocurre con las muertes colaterales, con los decesos posteriores que también estuvieron provocados por los efectos de la inundación”, explicó Axat a esta Agencia.
No hay quien no descrea de las cifras que decretaron los despachos oficiales. “Hubo casitas enteras que se fueron con el agua en los barrios más pobres. ¿Cómo es posible pensar que no hubo más muertos? ¿Cómo es posible imaginar que no hubo niños a los que se llevó el agua?”.
Hay nadies que ya no tendrán abrazo para el amparo. Que se hundieron en la llovizna que se hizo trueno y correntada. E provocó surco en el territorio con los colmillos desquiciados de la crueldad.
Hará falta mucha vida para arremeter contra tanta muerte.
Hará falta mucha pasión para contagiar a los caídos y resistir desde la construcción de una nueva humanidad. Sin oscuridades. Con una cadena entrelazada de utopía para encontrar la patria del otro lado de la batalla.

Edición: 2424


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