Adioses a los niños que no se van

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Por Mercedes Mechi Méndez (*)

(APe).- Me pasa siempre, me pasó hoy. Aunque me dedico desde hace años a los Cuidados Paliativos Pediátricos, cada vez que pasa vuelve esa sensación y debo recordar nuevamente los objetivos de mi asistencia.

A veces conozco a los pacientes desde el debut de su enfermedad, otras en medio del tratamiento; algunas veces desde el comienzo y hasta su muerte, con algunos baches de descanso en el medio según sus necesidades y otras muchas demasiado cerca del final de sus vidas, con lo cual establecer un vinculo no es imposible pero cuesta un poco más.

Las necesidades y los cuidados a cubrir van variando, de acuerdo con el momento de su tratamiento en que se encuentren. A veces es específicamente control de síntomas, acompañarlos en el aprendizaje de todo lo nuevo que este proceso que irrumpió de golpe en sus vidas les impone o ayudarlos a elaborar los distintos duelos/pérdidas por los que van pasando: caída del cabello, movilidad, amputaciones, la vida que tenía, su libertad, su hogar, su ciudad, la comida de casa, sus olores, sus mascotas, sus amigos, la mesa familiar, hasta su clima.

Hacia el final cuando ya nada resultó como se deseaba, abordar la culpa, más miedos, los silencios, las crisis existenciales, el sufrimiento, más síntomas, las despedidas, escuchar, acompañar, contener… escuchar, acompañar, contener.
Pero en el medio de esa trayectoria hay un vínculo que atraviesa toda la asistencia y que se establece a veces de a poco, otras veces con la inexplicable velocidad de un rayo.

Y son días y días –a veces- de compartir internaciones, miedos, efectos adversos, malas noticias, soledad, desánimo, educación, rezos, plegarias, esperanzas, desasosiegos, cumpleaños, diálogos íntimos a solas y/o en familia, angustia. Días en los que aparecen las lágrimas pero también las risas, el afecto, los abrazos, la música, los dibujos, las dedicatorias, los juegos, la escuela, fotografías y amor, mucho amor.

Suelo escribir bastante, mucho menos de lo que quisiera. A veces sólo notas breves en mi agenda, la que siempre me acompaña cuando trabajo; otras las vuelco en el papel como relato, sólo para que no se me olviden. Me enoja que historias hermosas queden en el olvido. A veces ellas son lo único que queda.

Cuando un paciente muere suelo poner su nombre arriba del todo de la hoja de la agenda, así manuscrito nomas, como el resto de las notas y al ladito (+)…

El día siguiente a esa anotación, suele ser raro, distinto, a veces con pocas ganas; me reconozco menos autoexigente y trato –en lo posible- de no pasar de inmediato por ésa, la que fuera su habitación.

No sé qué es peor como imagen: observar la cama vacía o verla ya ocupada tan rápidamente por otro niño o niña, otra familia, otras historias. Es como dar vuelta la última página de un libro hermoso que leíste y sin siquiera reflexionar qué fue lo que te dejó su encuentro, que te traigan rápidamente otro ejemplar para empezar a ser leído. Como si nada, como si todo.

Por suerte -creo que me lo dieron los años y la formación permanente, la búsqueda del sentido y el compromiso con lo que hago- los objetivos están claros y en esa búsqueda siempre intento rescatar lo positivo que me dejó esa asistencia/vinculo que termina, por ejemplo de León –nombre para la ocasión- ayer a la noche.

Aproximadamente dos meses de asistencia, seis años, hijo único, un tumor óseo que lo invadió sin piedad y en seis meses, primero se llevó uno de sus brazos y rápidamente todo lo demás.

Pero conocerlo y atenderlo fue maravilloso, triste pero increíble; sus sonrisas, sus palabras con la sabiduría de un adolescente casi adulto, su capacidad para reponerse, su “gracias Mechi”, “mirá que te espero eh”, “¿nos relajamos?”, “te quiero”, su claridad para explicitar lo que no quería, su dibujo, pintado ya con una sola manito y tantas otras cosas se quedan conmigo.

Venían no siendo buenos días para él, tampoco para su mamá, sus tíos, incluido el equipo tratante estaba afectado.

Sabía que ayer era el último día que nos veríamos, eso ya es doloroso, muy. Murió a la noche.

Hoy por la mañana, sin querer pasé por allí y no pude no mirar para adentro tal vez para corroborar lo que ya sabía. El libro se había acabado, alguien había dado vuelta la última hoja. Y traído otro libro en su lugar.

Y así estoy hoy recordando todo lo atesorado en estos meses compartidos como un ejercicio infalible e infaltable para no morir de tristeza con cada uno de ellos y trascenderlos en mi memoria y mi corazón para siempre, con la seguridad de que es un enorme privilegio que me dejen leer, compartir y disfrutar algunas páginas de sus vidas, tal vez las más intensas.

Mechi, Julio-2022

Edición: 4153


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