La procuración escuchó a los vecinos

Desde el centro bonaerense resisten a los venenos

Colonia San Miguel, Hinojo. Pequeños paraísos estragados por las fumigaciones durante décadas. Las enfermedades, el cáncer, despertaron la conciencia. La resistencia de los pueblos y el cambio a la agroecología. Un dictamen de Procuración gracias a Naturaleza de Derechos.
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Por Silvana Melo

(APe).- Colonia San Miguel, Colonia Hinojo, paisajes idílicos de pequeños cerros cercanos a Olavarría, centro de la provincia de Buenos Aires, esconden en los mismísimos espasmos de su tierra cultivada el dolor y la enfermedad de los que viven alrededor de sus campos. Pequeños paraísos que no son, expuestos al veneno que la matriz productiva de la agroindustria impone hasta agotar la tierra, esclavos de una deriva que deja su lluvia penetrante en los pulmones, en los ojos, en los estómagos, y va contaminando los cuerpos poco a poco. Tanto Silvina Echeverría –referente de un grupo de vecinos de San Miguel que decidieron resistir- como María Rosa Masson, productora agroecológica cerca de Hinojo, hablan de cáncer. De un cáncer que se enseñorea entre productores y vecinos que sobreviven en la vereda de enfrente del campo fumigado.

Gracias a esa resistencia –y a la colaboración de Fernando Cabaleiro, de la ONG Naturaleza de Derechos– la procuración bonaerense recomendó a la Suprema Corte suspender los artículos de la ordenanza de Olavarría que permite fumigaciones aéreas con agrotóxicos por debajo del metraje provincial y autorizan las terrestres a metros de las viviendas y, en el caso de San Miguel, del pozo de agua que abastece al pueblo. La ordenanza, de 2014, no tiene delimitación para las localidades pero sí para la ciudad cabecera, que es Olavarría. Para las fumigaciones aéreas dispone 500 metros. Y la Provincia marca 2000 metros. Los vecinos exigen al menos mil metros de zona de resguardo para las vaporizaciones terrestres.

En la última aplicación, “muchos vecinos se descompusieron; en la escuela tuvieron que llamar a los padres para que retiraran a los chicos, porque se empezó a sentir un olor potente como a azufre. Los chicos tuvieron vómitos y algunos sufrieron muchos días dolor de cabeza”, relata Silvina Echeverría. Días después de la fumigación “el olor seguía en el aire, quedaba impregnado dentro de las casas, las plantas estaban todas apestadas y a los pacientes oncológicos que viven en la línea frentista, los médicos les habían aconsejado que se fueran de ahí porque agravaba su cuadro y generaban un retroceso en el tratamiento”.

Echeverría cita el caso desesperante de un chico de 16 años que “para sobrevivir está conectado a unas válvulas; cuando fumigan se contaminan esas válvulas y hay que llamar a la ambulancia urgente para que lo trasladen” entonces “lo inducen a una sedación hasta que puedan limpiar esas válvulas y lo vuelven a trasladar”. Los padres, cada vez que ven que van a empezar a fumigar llaman a una ambulancia “rezando para que haya un servicio que llegue a Colonia San Miguel a tiempo para que su hijo pueda seguir sobreviviendo”. La referente recordó que “la última vez que querían fumigar el padre se cruzó al campo y amenazó con romper los equipos si lo seguían haciendo y uno lo entiende…”

Las razones del cáncer

María Rosa Masson es cuarta generación en el campo en Hinojo, a espaldas del cementerio y pasando por el monasterio trapense, camino de Colonia San Miguel. Cuando el campo era de su padre, ella supo que no le daban los números y decidió ayudar. Pero el tiempo no fue suficiente: su papá enfermó y murió de cáncer en los intestinos. Tres familiares más murieron del mismo cáncer. Todos fueron muy expuestos a los pesticidas “sin conciencia”.  Ella, junto a la cama de internación de su padre, leyó todo lo que pudo. Y se “tiró a la pileta”, dice, de un proyecto agroecológico que le cambió la manera de ver la vida, de trabajar y de comunicarse con sus pares. “No quise hacer nada más que enfermara”, dice María Rosa. Y erradicó los agroquímicos de su proyecto productivo: el Establecimiento Agroecológico San José.

María Rosa Masson, en su establecimiento San José

No fue fácil.

“Fui a conocer el campo La Aurora de Juan Kiehr (en Benito Juárez, crecido bajo el asesoramiento del ingeniero agrónomo Eduardo Cerdá)”. Mientras “veíamos que nuestros vecinos, nuestros parientes, estaban muriendo de cáncer. Actualmente la mayoría lo tiene o ya falleció”. A la vez, “conocí a un ingeniero agrónomo, Horacio Gallardo, de ésos que salen de la facultad con la receta… pero a causa de que también su hermana falleció de cáncer, había empezado a buscar un camino distinto”. Ellos habían decidido que “aquí no entra un químico más”. Entonces invitaron a Eduardo Cerdá, al agrónomo Martín Zamora y fundaron Cambio Rural.

María Rosa admite que “yo agarré un campo muy extenuado, muy contaminado y todavía estoy pagando las consecuencias”. Ella dice “que si te quedás parada acá te fumigan”, rodeada de campo sembrado convencional. “El mosquito pasa para un lado y para el otro”. El buen trato con sus vecinos hace que no fumiguen cuando el viento corre para su campo. Pero es consciente de que “no estoy exenta de la deriva”, que trae el veneno desde varios kilómetros, silenciosamente.

La reacción de Colonia San Miguel

Los intentos de conversar con los productores caen en el mismo cajón legal: hay una ordenanza que los avala. Esa letra legal obliga a que “firmen un certificado acerca de que el producto que compraste es aplicable o no. No hay nadie que regule que el mosquito venga con el tanque limpio, que cuando le pongan el producto no se haya mezclado, no hay nadie que controle cómo se mezcla y el tipo de aplicación, sólo alguien que firma en una oficina y alguien que hace la aplicación”, relata Silvina Echeverría. En los tiempos de desregulaciones, en el país de esa libertad rara que afecta siempre a los más débiles, Colonia San Miguel espera que “a partir de esta intimación haya un cambio en la ordenanza y una verdadera regulación”.

Uno de los encuentros de vecinos en Colonia San Miguel. Arriba, de pulóver azul, el abogado de Naturaleza de Derechos, Fernando Cabaleiro.

Las alternativas son dolorosas y el consenso, casi imposible: que los productores no pierdan su fuente de trabajo y que la gente no siga enfermándose. Con la conciencia de que no es una dolencia que va a estallar de un día para el otro sino que será progresiva. Un cáncer necesita de un tiempo importante de exposición a los pesticidas. Y estos campos, dice la referente, “tienen treinta años de fumigación ininterrumpida”. Justamente, desde que el gobierno de Carlos Menem abrió las puertas a Monsanto con su paquete de semillas transgénicas y su agroquímico estrella, el glifosato. Por suerte, asegura, “la procuración bonaerense nos dio lugar. A fines de mayo vino Fernando Cabaleiro, presentó la demanda en junio y la respuesta fue muy rápida”.

“La alegría del ignorante”

María Rosa Masson forma parte de la resistencia de Colonia San Miguel. El establecimiento San José está muy cerca pero “a las dos reuniones que se hicieron no pude asistir; había llovido y los caminos son malísimos. No pude salir. Pero estoy en contacto con Silvina (Echeverría), que se puso la causa al hombro”.

Ella comenzó su cambio de matriz productiva por la convicción de que se resistía a ser parte de un sistema que enferma. “El resto lo hizo por economía, porque los números no cerraban.  Es la única diferencia que tengo con el resto del grupo”. A veces, analiza, “la transición que hay que hacer es gradual y no todos se animan. Es abrir la cabeza. Yo quizá no fui muy consciente”. Y sonríe: “es la alegría del ignorante, me dijeron. Me mandé tantas macanas por error, que si lo hubiera hecho usando químicos me hubiera fundido”.

Cuando falleció su padre “pensamos el cambio con mi mamá, que estuvo muy de acuerdo, a pesar de tener miedo” porque “sabíamos las dos que eso enfermaba”.

María Rosa relata episodios de supuestos fracasos que redundaron en aprendizajes, cuando fue posible combinar la ganadería y la agricultura sin envenenar a nadie.  Con pérdidas que, de haber utilizado insumos (fertilizantes, pesticidas) “hubiera sido una carga que no podía soportar y me hubiera endeudado”. De a poquito se va volcando a la ganadería “porque al estar el campo tan agotado era difícil tener una buena cosecha. Lo único que sembré este invierno es un sorgo para pastoreo”.

Mientras tanto, la vecindad agroindustrial siembra “maíz, soja, trigo, después otra vez soja, levantan una cebada y otra vez soja”. Y fumigaciones extremas para sostener el cultivo limpio, sin maleza, pero poblado de amenazas para la salud de todo organismo vivo.

Manoseados y manipulados

En Colonia San Miguel funcionan una escuela primaria y un jardín de infantes. Silvina Echeverría relató que en su momento “la escuela mandó asistentes sociales, había hecho un proyecto, una exposición y había quedado ahí. Cuando fueron a la reunión los asistentes sociales firmaron los avales para el juzgado, en representación de los establecimientos”.

Silvina es muy cauta con “el cuidado de la fuente de trabajo”. Los mil habitantes que viven en la Colonia tienen algún vínculo –laboral, social o familiar- con el ámbito rural y un avance agresivo contra la actividad genera, lo sabe, un conflicto difícil de enfrentar. Acaso atado a esos vínculos el silencio ante las enfermedades emergentes del sistema productivo agrava su desarrollo.

María Rosa Masson

“La concientización de los productores lleva más tiempo; hay que tratar de trabajar en eso. Lo bueno es que los docentes vienen hablándoles a los chicos sobre la exposición a los químicos, lo que desencadenan y los chicos van y comentan en casa, qué es lo que hace mal y por qué. Pero es un trabajo que hay que sostener y lleva mucho tiempo”, agrega Silvina Echeverría.

“Por más que la Procuración nos falló a favor no termina ahí”, sintetiza. E insiste en que se trata de “una problemática de treinta años y la gente está cansada de sentirse manoseada y manipulada por el sistema”. Por eso “el dictamen fue una alegría enorme porque por primera vez se sintieron escuchados y comprendidos”.

Recuerda, la referente que nació en Colonia San Miguel y ya no vive allí pero se puso al hombro la resistencia de sus orígenes, que “había un productor que tenía copado los campos donde se producía y su hermano murió de cáncer de pulmón por la exposición. En 2014 se sancionó la ordenanza para resguardo de 500 metros en aéreas. Pero no en terrestres.  El hermano trabajaba en una cantera. Y no responsabilizaron a las fumigaciones sino a la cantera. Hoy todos son conscientes de lo que sucedió”.

Como María Rosa Masson, a Silvina la vida le colocó un mojón de enfermedad familiar para despertarle la conciencia. “Uno de los que se descompuso en la fila de casas frente al campo fue mi tío. No podía respirar. Fui a los dos días a su casa y el olor a azufre seguía en el aire. Empecé a hablar con los vecinos y supe que todos vivían lo mismo y supe del cáncer”. En la casa lindera vive otro enfermo y su médico pide que cesen las fumigaciones que, por lo menos, le complican el tratamiento.

María Rosa habla apasionadamente de su trigo agroecológico con trébol para no aplicar fertilizantes, de su primo vecino que tiene pulgones y ella no porque sus plantas son sanas. Porque tiene vaquitas de San Antonio que se comen a los pulgones. Pero “muchos no se animan a cambiar por miedo. A que no rindan, a que no puedan mantener el nivel de vida. Son felices ignorantes, no quieren saber porque no van a hacer nada”.

A los 59 años, poniendo el cuerpo en el campo como nunca, mira a su alrededor. “Vemos lo que les pasa a las plantas con los químicos… lo único que nos diferencia con ellas es que nosotros tenemos sangre y ellas savia. A nosotros nos afectan igual”.


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