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Por Martina Kaniuka
(APe).– Cuando en 2022, todavía en pandemia, los censistas fueron convocados para relevar los datos de la población de ese país enorme y variopinto que es la Argentina, recibieron formularios por toneladas y las directrices y coordenadas de los ciudadanos que el destino -y el Instituto Nacional de Estadísticas– les enviaba a censar. Direcciones, calles, números, esquinas, barrios, signos, rutas, caminos. Había que batir palmas, leer carteles que anunciaban que el timbre no funcionaba, avisos improvisados en papeles garabateados para golpear la puerta verde o tener cuidado con el perro, que mordía.
Una vez dentro, con la distancia prudencial por el COVID, empezar la batería de preguntas sobre el hogar. ¿De qué material son los sanitarios? ¿Cuántas habitaciones tiene la casa? ¿Tienen cloacas? ¿Luz eléctrica, gas natural? ¿Cuántos integrantes de la casa tienen trabajo? ¿Cuántos hijos son? ¿Asisten al colegio?
La semana pasada, organizaciones sociales -como Proyecto 7, Irrompibles, Barrios de Pie, Nuestra América Movimiento Popular, Red Puentes y La Patria es el otro– llevaron a cabo el Tercer Censo Popular en CABA y, como el objetivo del censo fue visibilizar a quienes desde hace décadas son desdibujados de las estadísticas, no utilizaron formularios institucionales, ni estrategias de medición ni metodologías burocráticas, ni accedieron a coordenadas ubicables en un mapa.
Con miles de voluntarios, y las preguntas -que en un censo tradicional no abundan- en el bolsillo, se acercaron a las personas que, en plena ola polar, sobreviven en las calles, escondidas de las fuerzas de seguridad del estado que, con todo el peso de la ley, las corren despojándolas de sus pertenencias.
¿Qué conservan quienes, para este sistema, lo han perdido todo? ¿Qué cuando no hay paredes a su alrededor, o un techo sobre sus cabezas a la hora de dormir? ¿Qué cuando no hay objetos que hagan de la vida un viaje ameno, cuando no hay vestimenta que abrigue, ducha que reconforte, comida que alimente, remedios que curen?
Lo primero es el nombre. El nombre, piedra fundamental en la vida de todo ser humano. Y la edad, esa huella que traza en el cuerpo el camino que las alegrías, los dolores, los esfuerzos, las necesidades, las cicatrices y los traumas, dibujan escondidos -algunos con sus familias- todos los días en un lugar diferente. Un camino trazado con casi lo puesto, trasladando su historia y lo que les permita conciliar el sueño en el cemento, con chapas, cartones, plásticos, frazadas, abrigos y lo que puedan arrimar a las ranchadas, cada vez más difíciles de construir en la Ciudad Limpia de Jorge Macri.
Ciudad Limpia, ese programa vitoreado por el electorado porteño, que promete Operativos de Limpieza Intensiva porque “hay personas en situación de calle que revuelven mal la basura que desordena y genera a quienes quieren simplemente disfrutar y transitar por el espacio público”. Ciudad Limpia, una ciudad para los ciudadanos que barren, como el asfalto, a quienes quedaron confinados con sus hijos a dormir una noche de lluvia en un cajero automático, o parar hasta juntar lo suficiente para pagar una pieza, debajo de una autopista.
Argentina era uno de los pocos países del mundo y de la región con leyes específicas sobre situación de calle. La ley 27654, aprobada en el año 2021, obligaba al Poder Ejecutivo a desarrollar una “política pública integral, coherente y de alcance nacional”, a gestionar una Red Nacional de Centros de Integración Social para dar atención las 24 horas, los 365 días del año —incluyendo alojamiento, alimentación e higiene— y fue reglamentada recién después que una beba de tres meses, que vivía con su familia en situación de calle, muriera frente a la Casa Rosada.
Este año, el gobierno de Javier Milei, mediante el decreto 373/2025, derogó varios de sus artículos habilitando -como sucedió con tantas leyes, normativas e instituciones que, con las Facultades Extraordinarias que le legó el Congreso pudo derogar- por la ambigüedad y la indefinición del rol estatal en su aplicación. Eufemismos mediante, el recorte de la motosierra llegó también- guareciendo bajo la manta piadosa del déficit fiscal a los Galperín, los Elsztain y los Rocca- a las personas que pierden sus condiciones materiales de existencia y terminan en la calle donde la oscuridad que los protege de quienes debieran protegerlos los desaparece. Esos invisibles que, sin trabajo, sin protección social de ningún estado, sin la ayuda de ningún pastor que convierta el peso en dólar, ni la conmiseración de las exenciones tributarias se vuelven desaparecidos sociales con la complicidad de la insensibilidad social de quienes eligen no verlos.
Esta semana volvieron a salir del margen para sumarse a la cuenta de los que importan y desde las organizaciones informaron que son casi doce mil (11.892 personas), los ciudadanos que habitan las calles de la Ciudad de Buenos Aires; el triple de lo anunciado por la cartera de Macri (que sólo relevó 4049).
Según los últimos datos del Observatorio Social de la Universidad Católica Argentina, la pobreza afecta al 40,1% de la población argentina y 11 millones de personas viven en condiciones de precariedad. 63 personas que murieron en situación de calle, y un ejército de funcionarios insensibles en campaña, anunciando plataformas que incluyen proyectos para multarlos y encarcelarlos por “extorsión implícita”, sería hora de atender a los números que arrojó este último Censo Popular.
La calle no es un lugar para vivir -ni para morir- y tal vez sólo quienes hayan tenido que padecer las inclemencias del tiempo y la insensibilidad de la sociedad que les da la espalda y actúa como si no los viera, puedan escribir las leyes y diseñar las políticas que los vean y contemplen con justicia.
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