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Por Carlos del Frade
Imagen de apertura: pintura de Daniel Santoro.
(APe).- Este lunes 16 de junio se cumplen 70 años del bombardeo a la Plaza de Mayo. Aviones de la Armada Argentina alimentada por el combustible inglés que llegó desde las Malvinas, como denunciaría Oscar Alende. En la entonces ciudad obrera, portuaria y ferroviaria de Rosario, aquellos hechos se convertirían en el prólogo de la mítica resistencia peronista. Esas memorias, siete décadas después, tienen la vigencia de la cada vez más débil democracia argentina del tercer milenio.
Era el miércoles 15 de junio de 1955.
Las noticias que llegaron de Buenos Aires profetizaban un futuro diferente.
“La revolución peronista ha terminado”, dijo, aquel día, Juan Domingo Perón.
Nadie quería ver los augurios de aquellas voces desesperadas.
El diario fundado sobre finales de la década del sesenta del siglo pasado, cuando el general Justo José de Urquiza soñaba con ser presidente de la Nación, saludó aquella jornada con una frase del general: “Nada hay más peligroso que los hombres que sirven a dos bandos”.
Advertencia, amenaza, pero también miedo.
El frente de clases comenzaba a desarticularse, dirían, mucho después, los analistas políticos y los historiadores.
La cosa está fea, se repetía en los barrios.
Desde 1951 regía el estado de guerra interno.
El diario “La Capital” sostenía que “el presidente expresó que hará cumplir la ley, si fuera posible, sin violencia”.
En la Chicago argentina, se cumple el paro de 24 horas decretado por la CGT en repudio de la quema de banderas realizada en Buenos Aires, luego de las celebraciones del Corpus Cristi.
Frente a la plaza San Martín, en Santa Fe y Moreno, en la jefatura de Policía, se realizó un acto de desagravio a la figura de Evita. Allí estuvieron el gobernador Anzorena y la señorita Negretti fue fotografiada cuando colocaba una ofrenda de flores a la “abanderada de los humildes”.
Paro absoluto en las 56 dependencias municipales rosarinas y en muchas de la provincia, solamente las guardias mínimas y los servicios indispensables.
La ciudad en alerta.
Tensión en los barrios.
En el interior de la Casa Rosada, a años luz del interior de las viviendas rosarinas, el general había dicho, ese mismo día: “Me quedo a vivir en la casa de Gobierno, voy a atender los asuntos de estado pistola al cinto”.
En la ciudad abrazada por el Paraná, las voces de radio nacional eran escuchadas con atención y preocupación.
Se movilizan los dirigentes y los trabajadores, la Confederación General del Trabajo, la Concentración General Universitaria y la Unión de Estudiantes Secundarios. No son simples sellos. Las fotografías muestran los rostros y las miradas. Gente que se junta, que se busca y que escucha lo que viene desde la jefatura. Están expectantes, los músculos de las caras sostienen miradas firmes. No se ve el piso, no hay lugar por donde se pueda observar algún claro.
Jueves 16 de junio 1955.
Puerta de acceso a otra realidad.
Del otro lado del humo y de los gritos de dolor, se anuncia no solamente un golpe de estado y la incorporación de la Argentina al Fondo Monetario Internacional, sino un largo viaje a las profundidades de la noche.
El regreso a una Argentina de señores superiores y mayorías resignadas. El retorno de una postal embrujada.
El general Bengoa conspiraba junto al contraalmirante Samuel Toranzo Calderón. La hipótesis era conformar una junta de gobierno provisoria compuesta por el socialista democrático Américo Ghioldi, el radical unionista Angel Zavala Ortiz y el conservador Adolfo Vicchi.
Niebla en Buenos Aires.
Gris en Rosario.
La hora del mediodía no terminaría sin los truenos de la larga noche que se avecinaba.
“Una de las bombas cayó de lleno en la Casa de Gobierno, otra alcanzó un trolebús repleto de pasajeros que llegaba por Paseo Colón hasta Hipólito Yrigoyen. El vehículo se venció sobre el costado izquierdo, sus puertas se abrieron y una horrenda carga de muertos y heridos fue precipitado a la calle. Una tercera bomba tocó la arista nordeste del cuboide del edificio del Ministerio de Hacienda despidiendo pesados trozos de mampostería… Produjóse una intensa lluvia de esquirlas y menudos trozos de vidrio”, describió el cronista del diario de Bartolomé Mitre, el inventor de la historia oficial argentina, “La Nación”, el día después.
El bombardeo sobre la ciudad abierta de Buenos Aires comenzó a las 12.45 del 16 de junio.
Una hora después, por Radio Mitre, surgió la proclama golpista: “Trabajadores, la revolución democrática ha prohibido que ningún patrón despida al personal, ni disminuir las retribuciones que han gozado”. Hipocresía, confesión de lo que vendría después de las bombas.
La avenida de Mayo, en Buenos Aires, se convirtió en un río humano. La CGT había convocado a defender al gobierno.
Era tiempo de utilizar las armas que había comprado Evita al rey de Holanda.
“Yo vi el segundo bombardeo a las tres de la tarde. Estaba lleno de gente, de pueblo. Tiraban desde el ministerio de Marina hacia la recova que estaba enfrente, a doscientos, trescientos metros…después al ministerio de Hacienda y después al público…En el primer momento ellos ponen la bandera blanca y la gente grita: Pe – rón, Pe – rón, y cuando van cruzando la calle, la ráfaga de ametralladora otra vez”, relató Sebastián Borro, dirigente del frigorífico Lisandro de La Torre que, años después, sería un símbolo de la resistencia peronista.
A las cuatro de la tarde, el largo prólogo de la noche impuesta sobre las mayorías, parecía haber terminado.
Perón les pidió a los trabajadores que “se muerdan como me muerdo yo”.
Los escombros se mezclaban con los cadáveres.
Nunca hubo verdad histórica sobre el número de los mismos. Desde 200 a 2000. Como si fueran cifras y no historias de amores, pesadillas y sueños, universos enteros fusilados por un proyecto económico y político a contramano de la voluntad masiva.
Por la noche, aparecieron las llamas que envolvían iglesias en Olivos y Vicente López. Cuentan que, en aquellas horas nocturnas del 16 de junio, el empresario Jorge Antonio se acercó a Perón después de haberse reunido con los mandos naturales y le preguntó: “General, ¿está bien o está preso?”. El reelecto presidente contestó que estaba “prisionero de los salvadores”.
Entre las bombas que inventaron cráteres en pleno centro de la Capital Federal –hecho inédito que jamás fue contemplado en las reglas de la guerra convencional y no convencional– se encontraron las señales VC, Cristo Vence.
Para “La Nación” del 17 de junio, “un sector de las fuerzas armadas duramente calificadas por el presidente de la Nación, juzgó que era lícito resolver por la violencia su distinta apreciación acerca de los métodos con que es dable conducir la gobernación del estado. Tal género de divergencias es siempre normal en la evolución de las democracias”.
Ejército y pueblo “ahogaron la rebelión de los traidores. “Pasarán los tiempos pero la historia no perdonará jamás semejante sacrilegio”, decía el titular a ocho columnas del diario rosarino “La Capital”, marcando la frase del general Perón. La información agregaba: “alevoso tiroteo contra la población indefensa”.
En Rosario, la garúa acompañó a la gente, indignada, sin saber bien qué se podía hacer desde los arrabales del río marrón.
“Movilizado por la CGT el pueblo de Rosario ganó la calle en magnífica prueba de lealtad”, decía el titular del diario centenario.
Los gritos expresaban ideales y límites existenciales, jugar el cuerpo en la historia, convertir las palabras en abismos capaces de seducir los músculos y las voluntades.
“La vida por Perón”, gritaban miles de rosarinos.
Hugo De Pietro, secretario adjunto de la CGT y el delegado titular, Samuel Sinay, arengaban a la gente, prometieron ir “a Buenos Aires ahora mismo si es preciso”.
El anónimo cronista no escapaba de los sentimientos instalados en la calle, escribió “un inmenso colector de la indignación ciudadana”.
Sinay habló de la fidelidad del regimiento 11 de infantería, con asiento en Rosario, “General Las Heras” y de los comandos 1º del ejército y de la 3ª región militar, “fieles a la masa obrera”.
Desde Radio Nacional Rosario se hablaba “contra las fuerzas de la regresión”.
A pesar de la llovizna, hubo repudio contra el obispado y la Catedral, fuertemente custodiados por la policía.
Los gráficos y los periodistas pararon en “homenaje a las víctimas”.
Los edificios públicos rosarinos fueron custodiados por piquetes de trabajadores. El diario fundado por la familia Lagos diría, en un recuadro, que “los caídos del 16 de junio, eran carne del pueblo, hombres y mujeres de la patria que alentaban el fervor de la libertad. Os inmoló la locura de unos pocos…en nuestra tierra no caben los traidores ni los miserables. No habéis caído en vano”, prometía las letras emocionadas.
Sin embargo, tres meses después, el largo descenso a la noche, a la pesadilla construida por minorías, sería una realidad.
Desde el 16 de junio de 1955, en Rosario, la ciudad obrera y cerealera, el peronismo ya comenzaba a hablar de comandos de emergencia.
La primavera vendría mal herida.
El Monumento a la Bandera todavía no existía.
Fuente: “Rosarinas. Crónicas de amor, muerte y poder”, del autor de esta nota.
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