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Por Silvana Melo
La imagen de apertura muestra los cartones y las pertenencias de Miguelez.
(APe).- El jueves a las ocho de la mañana se había muerto Carlos Horacio Miguelez. De frío, de abandono, de indiferencia.
Se había muerto en la puerta del Hospital Fernández. Del lado de afuera. Solo, helado, sin nada más que un colchoncito viejo, una frazada y unos cartones que no alcanzaron.
Miguelez tenía 53 años. Se moría y la ciudad corría con su fiebre diaria sin mirar a nadie. El presidente se fue de viaje por nueve días y, desde afuera, puso en riesgo de bombardeo al país entero. Pero Miguelez se estaba muriendo. De frío y de indiferencia en la puerta del Fernández.
El día anterior los jubilados habían puesto otra vez la cara delante de los gases envenenados, los médicos de los niños y los obreros despedidos de las fábricas y los demudados seguidores de la mujer que más enamoró y más violentamente desamoró en la historia reciente se juntaron en la Plaza. La policía castiga en los huesos y en los ojos.
Un día después Miguelez se moría, de frío, de descuido, de invisibilidad, en la puerta del Hospital. Del lado de afuera.
Dice Horacio Avila que es el tercero en la ciudad más rica. De los demás no se conoce ni la identidad. No existen. No tienen nombre ni 23 millones de DNI. Tal vez no sea el tercero sino el décimo. No le importa a nadie. Ni al presidente que se fue de viaje por nueve días sin importarle tampoco que a los médicos de los niños no les alcance el salario para vivir. Ni que centenares de obreros se queden en la calle en tantos pueblos del país. Tan anónimos como Miguelez, que se murió el jueves a las ocho de la mañana (recién amanecido), con los huesos porosos por la intemperie, los dientes perdidos y la memoria sin red. Caído en la puerta del Fernández. Arrojado por la desidia en la puerta del Hospital. Abandonado sistémico. Víctima de una ola brutal de desamparo que no se acaba en septiembre. Que no vence como el invierno con la primavera.
Carlos Horacio Miguelez se murió el jueves a las 8 de la mañana. Y nada se detuvo.
Ni los nueve días de viaje del presidente que nunca supo que él existía. Ni tampoco sabrá que él se murió. Una mañana fría de junio en la puerta del Hospital Fernández. Allí donde la salud pública se derrumba y él, Miguelez, se vuelve definitivamente olvido. Un poquito más que cuando estaba vivo.
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