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Por Claudia Rafael
(APe).- Qué es si no la memoria lo que nos construye como sociedad. Veinte años en la historia colectiva de un pueblo es extremadamente poco. Pero cuando el vacío cotidiano en la mesa de la casa se extiende por 5, 10 años, dos décadas, el desconsuelo resulta eterno. Fue un 28 de octubre, el de 2004, en que Germán Esteban Navarro -que se sentía y se hacía llamar Mara- fue devorado por una oscuridad, que apenas devolvió un manojito de huesos en abril del año siguiente, cuando la vida de Graciela Alderete, su mamá, se asumió solitaria para siempre.
Si algo quitó de la soledad a las decenas de miles de madres que el terrorismo de Estado parió en este país fue justamente la construcción colectiva. Las cenas de silla vacía, las navidades, los cumpleaños siempre las devolvieron a la sensación de soledad, pero la organización y la lucha en las calles las hizo invencibles.
Para Graciela fue diferente. En una ciudad como Olavarría y en su barrio de los márgenes, no suele ser simple esa construcción. Y la soledad fue lo que la encontró históricamente pegando carteles, plantándose ante un gobernador, rondando por la plaza del centro.
Ella sola contra todas las instituciones. Cuando la policía le decía cuando su hijo se canse de la joda va a volver, no es necesario hacer denuncia. Cuando el fiscal seguía por meses con la carátula “averiguación de paradero”. Cuando mandó máquinas municipales para rastrillar el terreno donde se encontraron los huesos y cualquier prueba posible fue destruida. Cuando el mismo fiscal justificó que “si total, qué iba a cambiar un hueso más uno menos”. Cuando la seguidilla de fiscales fue abandonando la causa porque los nexos con mojones del poder político quemaban. Cuando otras manos osaron entregarle el manojo de huesitos en una caja de cartón de jabón de la ropa. Cuando pasó el tiempo como huracanes que no dejaron absolutamente ninguna esperanza de justicia.
20 años. Dos décadas. En las que ella, que logró imponer contra viento y marea la historia de Mara, que tenía 17 y hoy tendría ya 37 y quién sabe cómo sería ahora que los vientos tal vez la verían más libre y con documento acorde a su identidad, la sigue llamando Esteban.
Mientras tanto, en la plazoleta frente al lugar donde fueron arrojados sus restos, se construirá un jardín polinizador con asclepias, lavanda, margaritas punzó, salvias azules, árboles del amor y verbenas. Donde estará su nombre y el de tantas otras víctimas del horror y de la desmemoria. Allí donde mariposas monarca, colibríes, abejas se sentirán atraídas por el néctar para multiplicar la vida. Y cada octubre y cada noviembre, las mariposas monarca regresarán el espíritu de Mara a los brazos de su madre.
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