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Una niña de diez años con los ojos ardientes de gas pimienta desata un debate estéril: si su madre debía llevarla o no a una marcha. Sin analizarse debidamente el problema real: las condiciones de vida que las llevaron allí. La infancia y el fuego sagrado de ser sujetos políticos de transformación.
Por Claudia Rafael
(APe).- ¿A qué le teme el poder cuando enancado en la figura de un robocop le arroja gas pimienta en la cara a una niña? ¿Qué simboliza esa nena a los ojos de un ministerio securitario dispuesto a todo?
Los 10 años de Fabricia pusieron en marcha los motores del debate sobre los riesgos de “estar” en una manifestación y alejaron las razones que desencadenan una protesta. Cuando una niña afirma –con la lucidez de su mirada sobre su propia realidad cotidiana- que mi mamá tiene que elegir entre el techo o la comida, las voces del poder tratan de correr el debate público a por qué su madre la puso en riesgo en las calles.
“La niñez es un territorio. O sea: un espacio donde se ejerce un poder”, escribió en esta agencia Alfredo Grande un par de años atrás y es ese territorio al que el poder político intentó suprimir a través de las fuerzas represivas. Del modo más concreto y directo que el sistema pergeña ante lo que concibe como el símbolo del peligro: arrojar gas pimienta en el rostro de una nena en una marcha. Con una maquinaria comunicacional feroz parida por el tándem poder político-prensa para instalar falsas versiones que lavaran a la policía. Y la dejaran lavada y planchada ante la sociedad como los defensores a ultranza del avance de los orcos salvajes, plagados de arrugas, pertrechados de bastones y cabellos canos, con un recibo jubilatorio irrisorio como pancarta.
Cada época ha moldeado a su imagen y semejanza el concepto de niñez. Y ha concebido –al menos en los últimos dos siglos- realidades encontradas según la pertenencia social. Niños con infancia y niños sin ella. ¿Acaso la cotidianidad de Fabricia es la misma que la de un niño o una niña de 10 años con un techo seguro, con una alimentación nutrida y variada, con acceso a libros, computadora, celular, vestimenta y múltiples etcéteras?
La lucidez de las palabras de Fabricia echaron luz ante la oscuridad y el farfulleo perdido de adultos que no están encontrando la claridad necesaria en tiempos de crueldad. Pero no se trata de elevar a una falsa categoría de heroicidad a una niña de 10 años. Simplemente, se trata de entender que esa contundente lucidez no es otra cosa que la resultante de transmitir aquello que vive diariamente.
Cuando hace algo más de dos décadas, una niña llamada María –micrófono en mano- definía en la marcha de Misiones a Plaza de Mayo del Movimiento Nacional Chicos del Pueblo que “los chicos tucumanos estamos marchando porque cuando termina la zafra y la cosecha de limón nuestros padres quedan sin trabajo”, no hacía más que hablar de su propia vida. Cuando otros niños como María de 9, 11 ó 13 años decían “marchamos porque queremos que nuestros padres tengan trabajo” estaban definiendo una realidad que les afectaba su día a día.
En definitiva, es la misma presencia de esos niños y esas niñas con su mochila vital sobre sus espaldas lo que está exponiendo la larga carga de ausencias que les atravesaron su historia. Dice Sandra Carli: Si los niños denuncian con su presencia aquello que no ha sido logrado y toda la tarea pendiente, nos resta no naturalizar su ausencia en el patio escolar, su actitud de buscavidas, sus modos de sobrevivir en el naufragio.
Sin embargo, las palabras sintetizadas por la ministra de Seguridad apuntan a la responsabilidad de una madre en la presencia de una niña en una marcha. En nada aluden a una vida moldeada a los golpes, con techo o con comida sólo a veces.
Como contrapartida, la nena de 10 cuando le consultaron qué les contaría a sus compañeros de escuela dijo: “Les voy a decir lo que pasó, nada raro. Les contaría lo malo que fueron los policías. El policía está para cuidarte, no para reprimir”.
Cada época modeló niñas y niños diferentes. ¿Acaso Mafalda podría haber sido hija de este tiempo? ¿Acaso Quino podría haber imaginado en este presente despojado y perverso a una nena revolucionaria como fue aquella pequeña nacida en los años 60?
Hace casi 120 años, un niño de 15 conocido como Miguelito Pepe lideraba junto a las mujeres y otros niños como él la protesta de los conventillos. Una lucha que los enfrentó cara a cara con la feroz policía de Ramón L. Falcón en la que Miguelito terminó asesinado aunque antes pronunció aquello de que barramos con las escobas las injusticias de este mundo.
Unos pocos años después, el médico Luis Agote batalló hasta conseguirlo por la Ley de Patronato, temeroso de aquellos niños hijos de inmigrantes anarquistas a los que –contra viento y marea- había que atrapar para formatear a imagen y semejanza del estado de la época. Los niños en las calles –decía- constituyen un contingente admirable para cualquier desorden social.
Hace algo menos de 50 años, un grupo de adolescentes entre 15 y 17 años eran secuestrados en lo que se conoció como la noche de los lápices. Por su lucha. No por casualidad o azar sino precisamente por su militancia política.
El grave problema es el escozor generalizado que la voz lúcida de niñas y niños genera en el poder que reacciona con violencia represiva.
Las últimas décadas produjeron un enorme avance en el reconocimiento discursivo de derechos. Desde artículos y leyes a decálogos y convenciones recitados hasta el hartazgo que iluminan acerca de los vastos derechos que protegen a la infancia. Bajo el precepto de que no importa dónde, cuándo, cómo hayan nacido, los niños y niñas del mundo tienen los mismos derechos.
Pero las décadas de existencia de la Convención –por ejemplo- no corrieron el amperímetro de la realidad de los niños y las niñas de carne y hueso. Podrán recitar como loros lo que dicen las leyes aunque no se condigan con su vida cotidiana. Seguramente, en la escuela a la que asiste Fabricia habrá afiches con el decálogo pero ella misma reflejó que su mamá debía elegir entre techo o comida. La realidad y los discursos suelen transitar por vías separadas que no tienen miras de ser unidas.
¿Qué construcción del ser niño o del ser niña tiene esta época que nos atraviesa? ¿Qué construcción de infancia se determina en un tiempo en el que se les enseña y se les inocula la profunda hipocresía de saber que es correcto decir y vanagloriarse de algo que no se condice mínimamente con la realidad cotidiana? Una sociedad con niños o niñas pletóricos de derecho a todo en los papeles pero con siete de cada diez empobrecidos, con un millón y medio que van a dormir noche tras noche con la panza vacía.
La concepción teórica correcta de infancia a ojos del estado es la de niñas y niños sujetos de derecho. Que no es otra cosa que encorsetarlos en las convenciones de letra legal para robarles el fuego sagrado de ser sujetos políticos de transformación. Con el convencimiento lúcido de saberse capaces de gritar con qué ingredientes y con cuál materia se amasa un mañana digno de ser vivido.
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