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En el libro Veneno, presentado en un aula del hospital Garrahan, Paula Blois y Guillermo Folguera sostienen que “hay que pensar el veneno como algo que incluye una parte sacrificable de la población”. Paola Kruger habló de su experiencia como maestra rural fumigada durante años. Ejemplo sacrificable en Baradero. Aquí no más.
Por Silvana Melo
(APe).- Aun en tiempos sombríos, abiertamente hostiles a las luchas populares, hay resquicios que siguen iluminados, tercamente intransigentes ante la furia cancelatoria. Uno de ellos es un aula del Hospital Garrahan donde desde 2011 la enfermera Mercedes Meche Méndez ejerce la obstinación de la resistencia ante un sistema que atraviesa todos los gobiernos: una matriz productiva que produce alimentos aplicando 600 millones de litros de venenos por año. Que se incorporan a los cuerpos en la mesa, en el agua, en el aire, que caen sobre los niños de las escuelas rurales, que están en las placentas de las embarazadas, en el algodón, en los tampones, en el agua de los ríos, en la lluvia, en los tomates, en las frutillas, en la integridad de la vida. Sobre estas cosas abunda el libro Veneno, sobre una investigación de Paula Blois y Guillermo Folguera, que se presentó la semana pasada en esa aula del Garrahan.
En esa aula por donde pasaron los científicos Andrés Carrasco y Damián Marino y la maestra rural Ana Zabaloy, los tres recordados en la convicción de que la vida se extiende en la memoria de la lucha.
Meche Méndez desgajó algunos párrafos del libro para presentar a los autores y a Paola Kruger, la maestra rural de Baradero, quien aportó un testimonio dramático de lo que se vive cotidianamente en un territorio fumigado, de ésos con apariencia bucólica pero con deriva atroz.
Dicen Blois y Folguera que el veneno no sólo envenena sino que “se hace política, sistema de valores, fines, prácticas, realidad alternativa”. Son los envases de agrotóxicos acumulados y arrojados en basurales o incinerados a cielo abierto. La presencia de atrazina en la leche de los tambos de Villa María. Los niveles record de contaminación en los sábalos del río Salado de Santa De. Los venenos en la placenta de muchas embarazadas, enumeran. Y a pesar de los datos indiscutibles los empresarios y los funcionarios se permiten seguir insistiendo en no saber. Y exigiendo pruebas y “evidencias a las víctimas”.
“El veneno es algo más que el propiciador de la muerte de seres vivos: lo que hemos intentado mostrar es que el listado de problemas y objeciones no es accidental, sino que es propio de sus efectos”. Y este punto es medular: “desde el discurso dominante se intenta señalar que los ‘accidentes’ son ‘excepcionales’, y que en todos los casos se debe a un ‘mal uso’. De este modo, pretenden darle un carácter circunstancial”. Cuando en realidad su calidad de veneno está en su adn, produce profundas alteraciones y está reafirmado por “una cadena de irresponsabilidades que, mientras libera a los responsables de asesinatos tales como de Kily y Anto en Lavalle, ni siquiera se interroga acerca de quiénes pensaron, idearon, transportaron, aprobaron, produjeron y vendieron todos los venenos. Bajo la política del veneno, nadie asume la más mínima responsabilidad”. Kily y Anto, dos víctimas de los agrotóxicos en las tomateras de Lavalle, Corrientes, atendidos en el Garrahan hace algunos años.
Los campos de Baradero
“Cuando estudié para maestra creí que en el campo iba a encontrar vida sana, aire puro, naturaleza”, dice Paola Kruger, directora en la Escuela rural 88 de Baradero. “Siempre me imaginé trabajando rodeada de árboles, con los chicos corriendo”. Pero la realidad, que suele ser distante de los sueños, los transformó en pesadilla. El aire puro escasea tanto como los árboles. Paola y sus niños se ocupan de forestar, de mantener una huerta agroecológica y de sostener una parcelita saludable en un territorio ganado por el agronegocio.
“Yo no sabía nada. Mi primera experiencia fue cuando pasó una avioneta fumigando y empezaron a volar un montón de bichos hacia la escuela y en un par de horas todos las gallinas y los patos de la casera se empezaron a morir y yo no entendía qué estaba generando eso”. Después fue empezar a investigar, por el 2010, cuando la información era precaria. Sólo le quedaba claro que “Cuando fumigaban la matrícula de la escuela se enfermaba”. La Red de Docentes por la Vida (organismo creado por Ana Zabaloy, docente rural de San Antonio de Areco) fue la que la encuadró en una realidad avasallante. “Baradero es un pueblo chiquito, que se dice la cuna de la agricultura, donde todos son parientes, todos los docentes tienen algún familiar que fumiga, que tiene campo, que trabaja con agrotóxicos”. Paola pudo descubrir que “esas enfermedades de los chicos podían tener que ver con las fumigaciones”.
Cuando decidieron analizar el suelo, el agua y la orina de los alumnos, de los caseros y de la propia Paola, “Damián Marino nos ayudó mucho para juntar las muestras y hacer los análisis”. Los resultados fueron “más de 20 moléculas de agrotóxicos, atrazina, 24D...” Cuando Paola tuvo en sus manos los análisis de orina de sus alumnos y el suyo propio supo que estaban contaminados con glifosato. Y fue un golpe anímico. “Estuvimos acompañados por especialistas, sobre todo para contener a las familias. Les estás diciendo a los padres que los chicos están contaminados…”
Entonces “formamos una mesa de trabajo con el municipio porque el suelo, el agua y nuestros cuerpos están contaminados y había que hacer una ordenanza porque no había. Fue una pelea muy difícil, nos sentábamos con la Sociedad Rural, con médicos y nos decían yo trabajo con agrotóxicos y mi hijo no nació con un ojo en la frente, cosas que eran humillantes, amenazas…” En cuanto a la ordenanza, pidieron 1050 metros de zona de resguardo pero el Municipio presentó como alternativa 200. Finalmente, se aprobaron 120 metros en el Concejo Deliberante. Las denuncias fueron todas desestimadas “a pesar de que la salud de los alumnos y la mía se van deteriorando; lo vemos en lo cognitivo, en la leucemia de los niños, en la tasa altísima de cáncer que tiene Baradero y de la que nadie se hace cargo”.
El último día de clases del año pasado, recuerda Paola, “estábamos haciendo un desayuno tardío; dentro de la zona de exclusión había un mosquito fumigando con el viento hacia la escuela. Inmediatamente entré a los chicos y les avisé a los caseros para que entraran. En el trayecto absorbí una dosis muy alta de veneno y terminé en el hospital. A pesar de tener un certificado de todo lo que me pasó, hice la denuncia y terminó en nada. Es un monstruo muy grande contra el que estamos peleando”. Y lo relata en la ciudad más grande del país, tan ajena a veces a que “acá no más, a 120 kilómetros, estamos envenenados”.
Territorio del Veneno
Paula Blois, una de las autoras de Veneno, se pregunta “el veneno es una sustancia, envenena, intoxica, pero… ¿representa una realidad que no se puede modificar?”. Y dibuja la publicidad del agronegocio como “un paisaje con mucho verde, homogéneo, sin personas, con muchas plantitas todas iguales”. Es que “hay que pensar el veneno como una política pública. Como algo que altera, modifica”. Y que incluye, como daños colaterales, “una parte sacrificable de la población”. Paola y sus alumnos, por ejemplo.
“El veneno cambia, desconecta. Corta los lazos con el territorio, también los lazos comunitarios y los temporales. Alteraciones que son requeridas para que la producción a esa escala e intensidad sea posible y las formas de dependencia se multipliquen. En estos casos las comunidades han insistido en hablar de ‘sacrificio’. Sacrificio de tierras y cuerpos, sacrificio de modo de vida y de futuro. El sacrificio que denuncian establece la característica de saberse apenas medios para otro fin, un fin de toneladas de exportación y ventas en dólares. Frente al sacrificio no hay vida ni experiencias”, dice Folguera.
Nunca en la historia se usó tanto veneno como en estos días. “Multiplicado en los cuerpos y en los territorios, determinando la manera de vivir y la manera de morir”. El veneno “es una estrategia drástica”, aseguran. Es una herramienta superadora del veneno en sí mismo. Es una política pública.
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