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Las 5000 toneladas de alimento sin repartir en dos depósitos son la muestra más cabal de la crueldad. Frente a los millones que no tienen un plato de comida sobre la mesa. La consigna el hambre es un crimen sigue teniendo una vigencia insoslayable. En un tiempo en el que los que gobiernan muestran el rostro más despiadado del capitalismo. Sin maquillajes.
Por Claudia Rafael
(APe).- La agonía se puede prolongar por siglos, dijo alguna vez Andrés Rivera. Sociedades como la Argentina, que en otro tiempo de su historia se atrevió a diseñar un futuro luminoso y de equidad, ve cómo sus habitantes se hunden de a millones en la pobreza. Esta mañana, un hombre joven –uno de tantos- caminaba con su niño sentado dentro de un carrito de supermercado y se detenía en las esquinas de este Conurbano que aturde a hurgar en aquello que otros llaman desperdicios. Una mujer con los ojos gastados hundía la mitad de su cuerpo en un contenedor para juntar apenas un trozo de cartón que minutos después metió dentro de una bolsa raída. A unos 350 kilómetros, en la entrerriana localidad de Villa Elisa, un hombre murió y siete personas terminaron internadas por consumir, en un guiso, una supuesta sal de mesa que en verdad era nitrato de potasio. Y que encontraron en las recorridas de cartoneo con las que sobreviven.
La obscenidad de las políticas públicas y del lenguaje oficial dan cuenta de esa realidad paralela que viven los que gobiernan. No existen a los ojos del poder ni el niño aupado en el carrito, ni la mujer de ojos gastados y menos aún el hombre que murió envenenado por ser pobre.
Hace apenas un manojo de días, el vocero Adorni tuvo que reconocer la existencia de cinco mil toneladas de alimentos guardados en depósitos. De un lado, las 5000 toneladas de comida. Del otro, millones de personas que padecen hambre. Una metáfora muy clara de estos tiempos. En los depósitos de Villa Martelli y Tucumán hay yerba mate, leche en polvo, aceite, puré de tomate, garbanzos, harinas de trigo y maíz, locro y arroz con carne, arvejas, guiso de lentejas, fideos, pasas de uva, arroz con hortalizas, huevo en polvo. En las mesas de quienes malviven o a duras penas sobreviven, yerba de ayer secándose al sol.
Si la gente no llegara a fin de mes se estaría muriendo en la calle y eso es falso, argumentó repitiendo dos veces la misma frase desde Córdoba donde una vez en medio de tantas de aplaudidores seriales se encontró con alguien que le hizo simplemente una pregunta sensata. Se están repartiendo (los alimentos), lo que pasa es que hay gente que curra que está perdiendo sus curros, retrucó.
Para Milei, se están repartiendo. Para Adorni, se guardan como stock de emergencia. Uno y otro ofrecen diferentes excusas –parece que sin acuerdo previo- para justificar una misma falacia.
El juez federal Sebastián Casanello ordenó al gobierno un plan de distribución inmediata de los alimentos. Y la ministra de Capital Humano (la misma que había dicho que recibiría una por una a las personas con necesidades sociales y nunca a través de sus organizaciones de pertenencia) respondió con una apelación judicial que “las cuestiones políticas entran en el dominio de la 'prudencia política', pertenecen a las ramas legislativa y ejecutiva dentro del sistema argentino, no resultan judiciables”.
La contracara radica en que el Centro Operativo Martelli contiene 2.751.653 kg de alimentos y el Centro Operativo Tucumán otros 2.269.078 kg mientras el 55 por ciento de los argentinos está hundido en la pobreza con un pico, durante febrero, del 58 por ciento. A dos puntos apenas del 60 por ciento del 2002.
En un tiempo en el que el poder político tomó como enemigo público a las organizaciones sociales, quitó todo tipo de apoyo a los comedores populares y, en definitiva, tomó de rehén a quienes dependen, para un plato de comida, de esos comedores. Con el aval de una amplia porción de la sociedad. Porque el manejo clientelar que se hizo, durante años, de muchas de esas organizaciones nutrió el hartazgo y abonó un camino que allanó la llegada al poder de un líder de las características de Milei.
El hambre en la historia de la humanidad tiene momentos icónicos. Las revueltas del hambre desde la Edad Media hasta el siglo XIX han sido innumerables. Con explicaciones siempre falsas y argumentaciones ficticias: desde la escasez de productos, malas cosechas por cuestiones climáticas, suba del petróleo que incide en el precio de los transportes, etcétera, etcétera, etcétera.
Para comparar, apenas un dato en medio de tanto fango: la fortuna de 3900 millones de dólares por caso amasada por el grupo Molinos Río de la Plata, de Pérez Companc, no parecen dar cuenta de sufrimientos y fracasos financieros.
Cuando se entremezclan las historias todo concluye en la desigualdad extendida que atraviesa a la humanidad de la mano del capitalismo. Profundizada en ocasiones por gobiernos menos empáticos con el sufrimiento social.
Es en el contexto de esa inequidad medular que vienen creciendo generaciones enteras. Atravesadas por la falta de alimento y cobijo. Decía Alberto Morlachetti y repetía como un mantra desde los inicios de los 2000: “El hambre es un crimen que aniquila el prodigio de la vida. Los niños son el más noble patrimonio de la sociedad argentina. Son de todos, si comen o no comen, si van a la escuela o la abandonan, si lloran más de lo que ríen. Es deber moral y político de toda la sociedad modificar este estado de cosas. La Argentina tiene hoy la responsabilidad moral, cultural y política de dar a cada niño una vida que merezca ser vivida”.
Es la de la criminalidad del hambre una consigna que no envejece ni muere. Porque no hay y, seguramente no la habrá, una síntesis más perfecta de los resultados de una inequidad construida por los diferentes gobiernos pero perfeccionada, durante el actual, a niveles de inmoralidad cruel. Que llegó sin maquillaje alguno para mostrar el rostro más atroz y despiadado del capitalismo.
Es el sostenimiento en el tiempo y la perversidad de un poder empeñado en su propio privilegio lo que, además, fue mellando los deseos y las convicciones de que no hay salida individual. La agonía se puede prolongar por siglos, decía Rivera. Y para torcer esa certeza habrá que encender colectivamente las llamas de esa utopía que cobija y acrecienta el prodigio de la vida.
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