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El matador de tres trabajadores tiene solamente quince años, edad exacta para disfrutar del tercer año de cualquier escuela secundaria. La edad de un pibe matador genera un tumultuoso volcán de sensaciones.La sociedad de los matadores adolescentes debería preguntarse cómo fue posible llegar a estos niveles de deshumanización.
Por Carlos del Frade
(APe).- El matador de tres trabajadores tiene solamente quince años, edad exacta para disfrutar del tercer año de cualquier escuela secundaria.
La edad del pibe matador genera un tumultuoso volcán de sensaciones en quienes se asoman a la pregunta sobre cómo fue posible que en la ciudad obrera, portuaria, ferroviaria e industrial que alguna vez fue Rosario se hayan producido estas formas de vivir y morir en la adolescencia.
En diciembre de 2020, el entonces jefe de la banda de “Los gorditos”, Brandon Bay, quedó marcado en la historia de este descenso a los infiernos del Dante cuando su voz se escuchó en una audiencia judicial en la que ordenaba tirarles a los bebés y “reventarles” la cabeza. Ese muchacho, Brandon Bay, tenía alrededor de veinticinco años cuando dio esa orden desde una de las tantas abarrotadas cárceles de la provincia de Santa Fe.
Las crónicas policiales de la segunda quincena de abril de 2024 informan sobre los detalles de los cuatro asesinatos de trabajadores que conmovieron el tejido íntimo de la ex geografía obrera.
Dicen los diarios que “dos células armadas desde prisión, una con su jefe detenido en un pabellón de alto perfil de Piñero y la otra con un instigador aún no determinado pero que estaría alojado en una prisión federal, aparecen detrás de la organización de la saga de crímenes de trabajadores que mantuvo en estado de parálisis a la ciudad de Rosario durante la primera quincena de marzo”.
Eso fue lo escuchado en la mañana del martes 16 de abril en el Centro de Justicia Penal con cinco imputados mayores de edad, algunos de ellos “viejos conocidos” del sistema penal, conectados por videoconferencia desde sus lugares de detención.
Por debajo, “en el último eslabón, aparecen los actores más débiles y fungibles de la trama: un grupo de entre cuatro y cinco adolescentes, dos de ellos no punibles por su edad, a quienes se les asignó la ejecución de los crímenes cometidos con armas prestadas y cierta torpeza, con escaso registro de la gravedad de esos actos y a cambio de entre 200 mil y 400 mil pesos por cada “trabajo”. Dinero que, ellos mismos lo cuentan, destinaron a consumos triviales.
Uno le dio cien mil pesos a la mamá, otro fue a comer con un amigo al shopping. También compraron alfajores y fueron a la peluquería”.
Esa descripción periodística, precisa y contundente, marca la contradicción de los matadores, la distancia de sus deseos más simples y hasta de sus amores y gustos con el acto de matar a sangre fría.
El gobernador de la provincia, en el mismo lugar que el presidente de la Nación, la ministra de seguridad y el ministro de defensa, repite que no cree que uno de esos chicos de quince años “que salió a matar por plata no comprendía lo que hacía”.
Apuntan las investigaciones judiciales que esa primera célula era dirigida desde prisión por Alejandro Núñez, alias Chucky Monedita, un preso proveniente del barrio Parque del Mercado al que se le asigna liderar una banda de narcomenudeo, aprietes y homicidios. Según la imputación, daba órdenes desde prisión que bajaba a la calle a través de su pareja Brenda “La Cote” Pared otro nombre repetido quien cumple prisión domiciliaria en Funes en una causa por drogas y fue a visitarlo en tres ocasiones a la cárcel entre febrero y el 1º de abril.
A este grupo se le asigna la coordinación de los asesinatos de los taxistas Héctor Figueroa y Diego Celentano, así como el atentado a tiros contra la comisaría 15ª; todos cometidos con una misma pistola 9 milímetros y municiones con la sigla de la Policía de Santa Fe.
El segundo grupo aparece más difuso en el relato de los fiscales, aunque se mencionaron los nombres del empresario Esteban Lindor Alvarado, condenado a prisión perpetua por dirigir un violento emporio criminal en base a la venta de drogas, y de Claudio “Morocho” Mansilla, un peso pesado de barrio Santa Lucía condenado a 25 años de prisión por un doble crimen.
A este segundo grupo se le asignan la organización del ataque al chofer de un colectivo 122 rojo, el pasacalle con amenazas a funcionarios que apareció colgando del puente de Oroño y Circunvalación, el crimen del colectivero Marcos Daolia y el del playero Bruno Bussanich. Este último caso, según la investigación, fue cometido por el mismo adolescente de 15 años acusado de dispararle al taxista Figueroa. Este nexo, a criterio de los investigadores, revela una interconexión entre las dos células definidas detrás de los ataques. Hechos que, según la hipótesis oficial, fueron cometidos como una réplica al endurecimiento del régimen de detención de los presos de alto perfil. En ese esquema, por debajo de la pareja de Chucky y Brenda fueron imputados como gestores de tercera línea Axel Uriel Rodríguez, Gustavo Márquez y su pareja Macarena Solange Muñoz.
Luego de una audiencia que se extendió por ocho horas la jueza Paula Alvarez les dictó prisión preventiva por el plazo de ley de hasta dos años a los cinco acusados. En tanto, dos de los cuatro adolescentes involucrados que tienen más de 16 años están a disposición de la Justicia de Menores.
La sociedad de los matadores adolescentes debería preguntarse, con seriedad, humildad y dolor, cómo fue posible llegar a estos niveles de deshumanización.
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