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El 10 de diciembre de 1983, Raúl Ricardo Alfonsín asumía la presidencia de la Argentina. Un día como hoy, de hace cuatro décadas, el velo de aquellos años de terror empezaban a ser corridos a través del voto popular. Un recorrido imprescindible en tiempos en los que las deudas sociales y económicas son demasiadas.
Por Carlos del Frade
(APe).- Democracia año cuarenta.
El 30 de octubre de 1983, la noche carnívora, el terrorismo de estado, comenzaba a ser corrido a través del voto popular.
Este 30 de octubre de 2023 es preciso recordar algo de aquellos tiempos primarios de la democracia en transición.
Por necesidad de conciencia histórica.
Porque sin historia no hay comunidad.
No hay amor por lo común y, por lo tanto, es posible cualquier saqueo.
Los días de Alfonsín
El 10 de diciembre de 1983, Raúl Ricardo Alfonsín asumía la presidencia de la Argentina diciendo estas cosas en su discurso inaugural:
“…Hay muchos problemas que no podrán solucionarse de inmediato, pero hoy ha terminado la inmoralidad pública. Vamos a hacer un gobierno decente. Ayer pudo existir un país desesperanzado, lúgubre y descreído: hoy convocamos a los argentinos, no solamente en nombre de la legitimidad de origen del gobierno democrático, sino también del sentimiento ético que sostiene a esa legitimidad.
“Ese sentimiento ético constituye uno de los más nobles movimientos del alma. Aún el objetivo de construir la unión nacional debe ser cabalmente interpretado a través de la ética.
“Ese sentimiento ético, que acompañó a la lucha de millones de argentinos que combatieron por la libertad y la justicia, quiere decir, también, que el fin jamás justifica los medios. Quienes piensan que el fin justifica los medios suponen que un futuro maravilloso borrará las culpas provenientes de las claudicaciones éticas y de los crímenes. La justificación de los medios en función de los fines implica admitir la propia corrupción, pero, sobre todo, implica admitir que se puede dañar a otros seres humanos, que se puede someter al hambre a otros seres humanos, que se puede exterminar a otros seres humanos, con la ilusión de que ese precio terrible permitirá algún día vivir mejor a otras generaciones. Toda esa lógica de los pragmáticos cínicos remite siempre a un porvenir lejano.
“Pero nuestro compromiso está aquí, y es básicamente un compromiso con nuestros contemporáneos, a quienes no tenemos derecho alguno a sacrificar en función de hipotéticos triunfos que se verán en otros siglos.
“Nosotros vamos a trabajar para el futuro. La democracia trabaja para el futuro, pero para un futuro tangible. Si se trabaja para un futuro tangible se establece una correlación positiva entre el fin y los medios. Ni se puede gobernar sin memoria, ni se puede gobernar sin capacidad de prever, pero prever para un tiempo comprensible y no para un futuro indeterminado. Los totalitarios piensan en términos de milenios y eso les sirve para erradicar las esperanzas de vida libre entre los seres humanos concretos y cercanos. Los problemas que debemos resolver son los de nuestra época. Los problemas que debemos prever son, a lo sumo, los de las siguientes dos generaciones...”
Sentimiento ético.
El fin jamás justifica los medios.
La democracia trabaja para un futuro tangible.
Cuarenta años después sería un necesario ejercicio intelectual conocer o preguntarle a gran parte de nuestro pueblo si la democracia les remite a estas tres ideas fuerzas de las que hablaba Alfonsín aquel 10 de diciembre de 1983.
“…Las provincias volverán a asumir su histórico papel fundador de la nacionalidad, despolarizando el desarrollo hasta convertirlo en razonablemente homogéneo, de acuerdo a las necesidades y características de cada zona geográfica de la República pero siempre en forma tal que no existan más beneficiados por los avances de la civilización en una zona y olvidados del destino en la otra.
“Esto implicará una nueva dignidad en el pacto federal. Las provincias no necesitarán más asumir tácticas que muchas veces implicaron la aceptación del predominio de las grandes ciudades portuarias. La existencia de provincias fuertes, seguras de sus propios méritos, es también indispensable para la vida en condiciones justas…”, seguía diciendo Alfonsín.
“El gobierno democrático cumplirá con la obligación constitucional de informar al pueblo sobre lo que ocurre en el país. El cumplimiento de esa obligación constitucional implica que la oficialización de la mentira, de los secretos inútiles y de las verdades a medias ha terminado en la Argentina.
“Todos los habitantes de esta República podrán saber lo que ocurre, sin que la información vuelva a ser jamás reemplazada por una guerra psicológica que se perpetró contra el pueblo argentino, generando una verdadera muralla de incomunicación entre los gobernantes y los gobernados e impidieron así la realimentación de un circuito que sirve a la gente común, con derecho para juzgar y opinar, pero que también sirve a las mismas autoridades.
“En la administración de los medios transitoria o definitivamente en manos del Estado, así como en la administración de la agencia oficial de noticias, existirá juego limpio; los instrumentos del Estado no son propiedad privada de los gobernantes ni de un partido, sino de todos los argentinos.
“A través de esos medios, así, se expresará la natural pluralidad de la república democrática, a través de todos sus matices.
Terminó la confusión entre organismos oficiales, o momentáneamente intervenidos por el gobierno y organismos oficialistas. A través de todas las vías en que pueda influir, el gobierno transmitirá la natural diversidad de opiniones de los ciudadanos, sin cesuras ideológicas y sin discriminaciones.
“Y esta decisión de cumplir con nuestro deber, como corresponde, se fundamenta también en razones prácticas; en primer lugar, nosotros mismos necesitamos de la constante realimentación del circuito informativo para saber en cada momento cómo reaccionan los distintos sectores de la opinión pública; en segundo lugar, porque la razón de ser de un gobierno constitucional y democrático implica el reconocimiento de la diversidad. Si negáramos u ocultáramos esa diversidad, negaríamos u ocultaríamos nuestras razones de vivir y de luchar.
“El ciudadano común percibirá, de la mañana a la noche, la diferencia entre el autoritarismo y la democracia. Puedo asegurar que seremos totalmente honestos, desde el punto de vista intelectual, en la administración de los medios de comunicación en manos del Estado y que ellos serán conducidos no solamente con limpieza administrativa sin o con limpieza política, de modo que nunca más alguien tenga que rechazar o subvalorizar una noticia por provenir de un canal oficial y que nunca más nadie pueda suponer que se retacea la información completa a que tienen derecho”, completaba su discurso el primer presidente de la democracia recuperada.
Uno de los escritores y periodistas que pudo volver junto al retorno de la democracia fue Osvaldo Soriano.
Hoy dos observaciones de Soriano que elegimos compartir con ustedes en este viaje especial que intentamos desarrollar alrededor de los cuarenta años de la democracia argentina.
La primera se llamó “La coalición del miedo” y la segunda fue titulada como “Alfonsín: con el alma en la cara”.
“…El tamboril reemplaza al bombo; comienza, quizá, una nueva República. «Cien años de paz y prosperidad», ha anunciado el nuevo presidente, sin explicar cómo se hará para conseguirlos. Sin un programa claro, Raúl Alfonsín pidió fe y confianza. De eso han vivido los argentinos desde hace treinta años. ¿Por qué no insistir, entonces? Alguna vez se confió en el antiimperialismo de Arturo Frondizi, luego en el misticismo de Juan Carlos Onganía, después en la sabiduría y la conducción del anciano Juan Perón, más tarde en la honestidad y la ponderación de los militares que derrocaron al peronismo corrupto y, por fin, en los ejércitos que prometieron humillar a la flota inglesa en una gesta gloriosa”, decía Soriano a los pocos días de la asunción de Alfonsín. “La coalición del miedo” fue publicada por la emblemática revista “Humor”, verdadero bastión intelectual contra el terrorismo de estado.
“Ahora, Alfonsín. La esperanza de que ya nada vuelva a ser pura esperanza. De que de una vez y para siempre la democracia eche raíces en la sociedad. Eran muchos los indicios que permitían anticipar una victoria alfonsinista. La composición social del país ha cambiado: derrotada la clase trabajadora, destruidas las distintas corrientes de izquierda por la represión, desmovilizada y encerrada en su propia caparazón la clase media, aterrorizada la sociedad por una perspectiva —solo hipotética— de un nuevo brote de violencia, la respuesta de las mayorías no podía pasar por el endeble equipo de Ítalo Argentino Luder. Elegido como candidato de compromiso en un congreso en el que la dirigencia sindical ganó los puestos clave, el ultramoderado hombre del peronismo no pudo nunca borrar ante las capas medias la idea de que el verdadero poder residía en los garitos de Avellaneda o en las mafias que controlan la mayoría de los sindicatos. Allí, Raúl Alfonsín dio en el blanco cuando denunció el pacto siniestro que, se decía, tenía como socios a Lorenzo Miguel y al temible general Verplaetsen. Para colmo, el disparatado ascenso de Herminio Iglesias, de la mano de monseñor Plaza y escoltado por hombres comprometidos en las peores tropelías, asustaron a muchos justicialistas y, sobre todo, a los no peronistas que se convertirían, pronto, en antiperonistas militantes”, agregaba Soriano.
“Nunca en la historia argentina los intelectuales acompañaron tan activamente a los distintos candidatos. En los últimos días de la campaña, el matutino Clarín fue terreno de una verdadera batalla de solicitadas y adhesiones. Un rotundo desmentido para quienes suponían que la mayoría de los pensadores de este país son izquierdistas de sólida convicción. La gran mayoría llamó a votar por Alfonsín y fue curioso observar la heterogeneidad de la militancia: codo con codo apostaron liberales, oportunistas, exexiliados, miedosos, gorilas, progresistas, escépticos, víctimas y colaboracionistas de ayer. La biblia y el calefón. Expectativas disímiles apoyaron la candidatura de Raúl Afonsín desde que éste tuvo la astuta idea de llamar a su lado a un grupo de intelectuales serviciales y anti- fascistas. Desde su propia expresión de deseos, todos ellos creyeron que este hombre decente era maleable a la medida de cada uno. Es posible que en estos días comiencen las decepciones y las broncas, mientras algunos, los más trabajadores e incondicionales, cosechan el fruto de tanto esmero”, terminaba el autor de “No habrás más penas ni olvidos”.
Cuatro años después, el 26 de mayo de 1987, en el primer número del diario “Página/12”, Soriano escribió: “…si se observa con detenimiento las fotos de archivo, hay que convenir que en la cara de Alfonsín hay algo de noble. Un indefinible aire discepoliano y trágico que afloró durante el discurso del miércoles 13, cuando su lengua trastabilló diecisiete veces al admitir que no le gustaba perdonar a los verdugos, pero tenía que hacerlo”.
“El límite de esta democracia es el terror”, ha dicho en estos días el filósofo León Rozitchner, y eso está pintado en el rostro de Alfonsín. No un miedo propio, sino el temor de las bayonetas que acechan a la vera del camino. Un sendero cada vez más estrecho y escarpado que puede llevar a la convivencia forzada o a la guerra civil, ese infierno inombrable, pero tan cercano”, termina diciendo Soriano.
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