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Son madres y padres que murieron devorados por la impunidad por la desaparición o muerte de sus hijas e hijos. Esta vez fue Nilda Aguilera, mamá de Florencia Penacchi. Como antes fueron Mariana Márquez, María Inés Cabrol o Federico Cash. Nilda decía que “la impunidad construye un muro de silencioso encubrimiento”.
Por Claudia Rafael
(APe).- Son las madres del dolor. Las que se construyeron otras a partir de la impunidad, por la desaparición o la muerte injusta de sus hijas o hijos. Hace apenas un manojo de días murió Nilda Aguilera. Era una reconocida neuróloga de Neuquén pero su nombre no se hizo público por esa razón sino por el de su hija: Florencia Penacchi. Que tenía 24 hace 18 años cuando desapareció en un barrio porteño y ya nunca se supo de ella. Nilda solía repetir que la impunidad “construye un muro de negación, de silencioso encubrimiento, porque la estructura que la sostiene tiene implicaciones profundas, en un Estado carente de la función de garante real y simbólico”. Y Florencia, que hubiera cumplido 42 años ya, nunca regresó. Fue secuestrada por manos oscuras que reptan gracias a las connivencias que las avalan y se quedan también con sus propias cuotas de rentabilidad.
Nilda se enfermó por ese tremendo y peligroso virus llamado impunidad. Que se la fue devorando a pasos sostenidos. “La paz ya no es la de tenerla sino la de tener alguna certeza sobre lo cual construir otra memoria. Ahora no tenemos memoria ni tenemos duelo. Es como el purgatorio del Dante. Damos vueltas y vueltas”, dijo alguna vez. “Su cuerpo y alma desgarrados no resistieron la ausencia de su hija”, escribió su sobrina en estos días.
Como en mayo de 13 años atrás murió María Inés Cabrol, de un cáncer que la fue torturando desde las entrañas de su calvario. Su niña ya tendría 32 por estos días. Era Fernanda Aguirre, que rondaba escasos 13 cuando, en San Benito, a unos 10 kilómetros de Paraná (Entre Ríos) salió a buscar unas flores al puesto de su mamá, en el cementerio, en momentos en que el país entero miraba la final de la Copa América que Argentina y Brasil disputaban en Perú. La niña nunca fue encontrada. Y su mamá, sobrevivió durante seis años más tras ese dolor irreparable, hasta que el cáncer la aniquiló.
Son las madres que este país devorador de vidas fue regando por los distintos territorios a lo largo de la historia. “Te podría haber pasado a vos, a De la Rúa, a Macri o a cualquiera porque hay una red de corrupción que sustenta a este sistema”, gritó Mariana Márquez aquel febrero de 2005 desde uno de los palcos. Había pasado apenas un mes desde la tragedia. Su voz irrumpió en la legislatura porteña en donde estaba siendo interpelado Aníbal Ibarra por la masacre de Cromañón. Intentaron acallarla y nadie pudo. Nadie podría hacerlo. Ibarra se movía nervioso en su sillón. La oposición se regocijaba porque esta vez a ellos no les había tocado. Pero Mariana señalaba a unos y a otros porque ella no tenía nada que perder. Y ya le habían arrebatado a su hija Liz de Olivera Márquez, de apenas 17 años, por la sencilla razón de haber querido escuchar a su banda favorita. Fue Mariana Márquez, la primera, y luego decenas y decenas más. A los diez años de Cromañón ya eran 33 las muertes de padres y madres. La mayor parte por cáncer.
Son las madres y los padres que quedaron para siempre rondando en busca de sus hijos e hijas. Con la certeza que huele a espanto de que no volverán. De que no habrá modo de traerlos a la mesa si no es con la imaginación y el recuerdo. Como Federico Cash, el papá de María, aquella joven que desapareció en 2011 durante un viaje por el Norte y ya nunca se supo de sus pasos. Federico repetía que él no creía en la justicia y sabía, intuía, estaba convencido de que “había connivencia de las autoridades”. El luchó como pudo hasta que se topó con la muerte en un camino desolado de La Pampa mientras recorría kilómetros y kilómetros para hallarla. Su auto estaba repleto de afiches con el rostro de María.
No fue casual que Nilda Aguilera, mamá de Florencia Penacchi, hubiera dirigido sus pasos –ni bien supo que su hija no aparecía- a la casa de Madres de Plaza de Mayo Línea Fundadora. Sabía dónde encontraría la sabiduría de mujeres golpeadas colectivamente por el mazazo de la impunidad y la crueldad. Mujeres que, como ella en algún momento y tal vez la mamá de Fernanda y el papá de María, al principio creyeron que la desgracia o un mal golpe de suerte se había ensañado con sus vidas. Y que luego, abrazo a abrazo, voz a voz, espejo tras espejo, supieron que eran miles.
Murió Nilda como hace algunos años María Inés o Federico y sus hijas siguen sin volver.
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