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Hay una realidad paralela que se dibujan los representantes del poder. Lejos, muy lejos, la sociedad sobrevive entre las dificultades diarias y sus propios temores. El crimen de un trabajador. La bizarría del ministro sheriff. Y, entre medio, las voces sombrías de los profetas de la oscuridad.
Por Claudia Rafael
(APe).- El crimen de un trabajador es una tragedia. Más aún cuando es evitable. Y las responsabilidades –no hay modo de dudarlo- recaen inexorablemente en el Estado. Por lo que hace y por lo que no hace. El circo arrogante de Sergio Berni es el elemento explosivo y bizarro que deja al desnudo el enojo social por una realidad que asfixia. Que suma demasiados condimentos difíciles de digerir a la vida diaria de la sociedad. No se llega a fin de mes, se necesitan 177.000 pesos para cubrir la canasta básica, hay –según el Indec- 18.679.605 de pobres y 3.859.816 de indigentes y demasiados viven con miedo. Miedo de no poder sobrevivir o de perder lo poco que se tiene en el malabarismo cotidiano que la vida exige. Miedo de salir a las 4 ó 5 de la mañana para tomar un tren o un colectivo y tener que caminar por calles oscuras. Miedo de trabajar horas y horas y no saber si se llega o no a casa. Miedo de quedarse sin trabajo, sin el plan, sin la changa, sin la vida.
Un hombre fue asesinado mientras conducía el colectivo.
Nada más concreto que eso.
Se sube al micro cada día, maneja durante ocho horas y al final, concluye su jornada laboral. Nadie ni nada debería impedir el regreso a casa. Esta vez lo hizo una bala de una pistola calibre 40 en el pecho. Que no sólo hizo estallar la vida de Daniel Barrientos en mil pedazos sino que disparó la reacción rabiosa de una parte de la población que desesperadamente busca soluciones. Y en ese contexto las dirigencias se hunden en un carancheo político del que tratan de sacar la mejor tajada. Un carancheo en el que, además, dibujan su propia burbuja de realidad muy ajena y lejana a la verdadera.
En ese contexto, un ministro como Berni, acostumbrado a sus shows en escena, convencido de que es el actor principal de una telenovela a la que él mismo le escribió el guión, se topa con un mazazo que no tenía previsto.
En tiempos calientes como los actuales las respuestas –en la cercanía de períodos electorales- suelen encontrarse en las expresiones de personajes acostumbrados a los gritos, a sobreactuar su enojo. Con una gesticulación exasperada, con explicaciones burdas y payasescas dispuestas a ganar voluntades.
Porque, después de todo, los pueblos –demasiadas veces a lo largo de la historia- han desplegado las alfombras rojas para que lleguen al poder sus propios verdugos. En Argentina y en el mundo. ¿Acaso Hitler no llegó a la cima a través de elecciones parlamentarias con todas las herramientas constitucionales que lo habilitaron para el ejercicio de una dictadura?
40 años
Las vidas cotidianas suelen venir cargadas, desde hace demasiado tiempo, de mochilas repletas de dolores y agobios. Algunas generaciones atrás, para una porción importante de la sociedad, las historias se iban construyendo a partir del trabajo, del sueldo que llegaba todos los meses, de la posibilidad de edificar la propia casita, tener un auto y, sobre todo, asegurar estudios a los hijos, darles un oficio y asfaltarles el camino hacia un futuro amable y predecible. Los 40 años de democracia no han profundizado esa perspectiva y, por el contrario, han abonado un destino de desaliento. Que fue cimentando no sólo una sociedad desesperanzada sino que, además fomentó un individualismo creciente para tratar de sobrevivir a como dé lugar.
En esas décadas los gobiernos decidieron honrar (como suelen decir los ministros y presidentes) las distintas deudas externas contraídas para pagar otras deudas y abdicar ante los poderes financieros del mundo. En desmedro de infancias y vejeces, de trabajadores y desocupados. En desmedro de la tierra y del agua. De la vida y de la historia misma de un país que se sometió por designio de poderosos y de su abanico de cómplices y servidores. Y mientras esas deudas han sido honradas, otras deudas han ido creciendo fronteras adentro del país.
Esta semana un trabajador murió acribillado. Y su vida no regresará con los gritos punitivistas de la derecha más tenaz (una derecha en la que, obviamente, se encuentra inscripto el ministro sheriff). Ni con las pugnas electoralistas del resto del circo partidario. Que también se garantiza en unas PASO o en la contienda electoral definitiva sus propios destinos, su propio sillón mullido, sus propias nalgas.
Ni siquiera Sergio Berni se imaginó lo que ocurrió tras el crimen de Barrientos. Porque la falta de respuestas políticas a los dramas sociales fue lo que derrocó a la política misma. Y si Berni se presentó solo en helicóptero y sin custodia, cual robocop salvador, fue porque se creía a salvo de los enojos populares. Después de todo, él se suele percibir a sí mismo como la expresión más acabada de la antipolítica. Como Milei. Como tantos otros. Y estaba convencido de tener el mundo entero a sus pies hasta que una trompada, un golpe, unos huevazos, unas cuantas piedras lo anoticiaron en un solo instante de lo contrario.
Hoy el enojo se entremezcla con el escepticismo. Y la sociedad camina cotidianamente por senderos de desasosiego. En los que su realidad diaria no se modifica y en los que la exasperación y el desánimo la van empujando cada vez más a expresiones de representación desesperada. Habrá que empezar a acallar la resignación y apagar las voces sombrías de los profetas de la oscuridad.
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