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La pobreza se dispara y privatizan la felicidad
En noventa minutos insalubres se sufre, se acelera el corazón, se muerden las uñas, se olvida. Pero la alegría profunda, desatada, se diluye. Y aparece en el horizonte mínimo de los pobres el plan que van a eliminar. El trabajo que no nace. El estigma y el desprecio. El hambre.
Por Silvana Melo
(APe).- El cachorrito de potrero que se calza una bolsita camiseta, de esas con franjas celestes y blancas, con la espalda escrita con un Messi a birome, es parte del 43,1% de pobreza que determinó el Observatorio de la Deuda Social de la UCA. El pibe, que patea una pelota de plástico en el gran patio que es su barrio de confín, no olvidó ninguno de estos días su hambre estructural de la noche ayunada y el desayuno en clave de fracaso.
El motomandados de la bicicleta con cubo de Rappi paró de trabajar en el segundo tiempo de Argentina – Australia. Sabe que si no rueda no cobra. Que si no cobra no come. Está en la frontera entre un trabajador de la economía popular y un precarizado en negro. No se da el lujo de pararse a las doce o a las cuatro de la tarde para ver un partido que arrastra como el combustible de su adrenalina. No tiene obra social ni vacaciones ni aguinaldo.
En esta tierra los empleos jerarquizados (privados en su mayoría), aquellos que incluyen en su estructura sindicato y paritarias, son cada vez menos. Los trabajadores de la economía popular superan a los privados en diez provincias. Son vendedores ambulantes, cocineros de merenderos, cartoneros. Y si se suma a los precarizados que trabajan para aplicaciones o empresas que no los registran, llegan a la mitad de la población económicamente activa.
Algunos miran los partidos en páginas web marginales como ellos, que sobreviven en las orillas del sistema. Se paran en una esquina para consumir devotamente la repetición de un gol. O no se enteran porque no tienen datos móviles en el celular. O no hay señal en el merendero.
Diecisiete millones de personas son pobres, con un porcentaje importante que cae en la pobreza desde que la inflación disparó precios y desazón en esa cotidianidad. Indigentes –los que no tienen qué comer ni dónde vivir- son el 8,1 %. Ocho millones y medio de personas.
Que no se olvidan de nada en estos días. Que llevan encima su condición de desechados pero con bandera argentina. Sucia y deshilachada. Pero apenas en un mes de cada cuatro años. El mismo mes en que el himno emociona. Nunca en otra ocasión. Símbolos que fueron apropiados por dictaduras y gobiernos constitucionales que dispararon a conciencia sobre las esperanzas de millones.
Sabe, el 43,1 % de pobreza, que Messi es un tipo humilde. Que recauda desaforadamente, que tiene mansiones y hoteles por todo el mundo, a quien le pagan a ritmo de desmesura por ser la imagen de Arabia Saudita o por hacer como que come papas Lays o la Messi Burger de Hard Rock Café.
Pero es un tipo humilde. Que siembra alegría a 13.300 kilómetros de distancia. Que hace estallar a cuarenta millones cuando apila a diez con destino de arco.
En esos noventa minutos insalubres se sufre, se acelera el corazón, se muerden las uñas, se olvida. Por hora y media se olvida. Pero la alegría profunda, desatada, se diluye. Se serena. Y aparece en el horizonte mínimo de los pobres el plan que van a eliminar. El trabajo que no nace. El estigma y el desprecio. El hambre.
Dice la UCA que “la actual asistencia social que es dispensada por los tres niveles del Estado impide que la pobreza llegue al 50% y que la tasa de indigencia alcance el 20%”. Pero los planes no están llegando a las cuentas. Y todos muestran la intención –como colmillos- de bajarlos. Será un explosivo de pobres en desesperación. No será suficiente que lo anuncien como exigencia del FMI el próximo viernes a las cuatro de la tarde.
La alegría últimamente es de ocasión. Y dura apenas un ratito.
Mientras diecisiete millones –con una población de niños mayoritaria- habitan la pobreza, los poderosos, los jueces, los empresarios, se toman vacaciones pagas en el territorio vallado y amurallado de Joe Lewis en el sur. El inglés que se apropió de un lago azul en la Patagonia. Los poderosos se espían entre ellos, se acusan, se disputan la hegemonía y la alegría privada y exclusiva.
Pero habrá un apenas domingo el viernes. Entre las cuatro y las seis. Para sufrir y tal vez ser felices. Por un rato.
Este diciembre hace calor. Mucho más que en otros diciembres. Se juega al fútbol celeste y blanco en diciembre. Como nunca antes.
Diecisiete millones de pobres. Se corta la luz. La calle es un incendio.
Dicen que es calor. Es el incendio que quema cada vez más.
Pero no es el calor. Es el capitalismo. El que desmonta. El que envenena. El que desactiva el futuro.
Ojalá que el viernes sea domingo. Que venga una alegría que desborde. Y que suspenda el dolor entre los paréntesis que se pueda.
Después volver, como si nada. Al dolor. Al calor. Al capitalismo que sistematiza la vida y la muerte.
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