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El adiós a un imprescindible
Fue abogado, poeta, escritor, educador. Pero sobre todo, Vicente Zito Lema fue un hombre comprometido con su tiempo. Que hizo de la coherencia un emblema del que eligió no correrse ni un centímetro. Elegimos para despedirlo, un texto suyo que define a rajatabla en qué lugar eligió pararse y desde el que resistir a lo largo de su historia. Este domingo murió un imprescindible.
Por Vicente Zito Lema (*)
“Nunca olvides
que lo único que un rico
te va a dar
es más pobreza”
Eva Perón
I
(APe).- El cuerpo de la pobreza es el ser de la pobreza…
No hay pobreza sin cuerpo, tan simple y eterno como que no habrá cuerpos sin muerte…
Sin cuerpo la pobreza es menos que nada, menos aún que esa nadilla de polvo que no flota ni ensucia ni suplica ni suplicia.
O mejor: sin cuerpo la pobreza es el vómito de un viejo dios borracho ahogado de sí, sin ira y sin deseo, apenas huérfano de la soledad…
El cuerpo de la pobreza no tuvo nacimiento beatifico ni tendrá providencia… El Dios se agotó en lo humano.
El cuerpo de la pobreza es el ser de la pobreza ¿Sabrá el cuerpo de la pobreza qué es la vida si sólo construyó la muerte?
¡Quién habló del maldito pecado original!
Cuerpo en la pobreza, en la desmesura sufriente de un ser entre las sombras de su existencia. En la desmesura absoluta de las pasiones tristes que lo desviven y en la desesperación tan ávida como lejana de la felicidad, un territorio más que utópico, apenas ilusorio.
Cuerpo en la pobreza, cabalgando en la irracionalidad de una época de pobreza que deviene por fuera del sentido trasmitido como lo vero humano. Cuerpo en la pobreza, con una lógica y en una estrategia para responder a una necesidad urdida en el consumo de la vida, donde la pobreza también se consume como fruto maldecido, como vacío descarnado del otro, como certeza del peligro que encarna el otro… en tanto espejo de una existencia sólo posible en el horror de devorar un cuerpo día a día, empezando por la lengua que le da palabra.
Cuerpo en la pobreza, ser madera en la hoguera sin límites, donde siempre sopla el viento que aviva las llamas pero también alerta a la vida; cuerpo en la pobreza, como si alguien, pese a todo, pudiera satisfacer un mandato propio de los antiguos dioses, de los héroes sin tiempo…
Cuerpo en la pobreza, cuando la vida y la muerte, en tanto actos del bien y del mal que la corporizan al pie de los altares, la vuelven pensable, tangible, fatalmente material. Cuerpo en la pobreza, estar allí, sin otra salida que quemar las naves (también la sagrada belleza del mascarón de proa…) y decir – entre risas, pánico y desafíos–: ¡vengan por mí, yo ya fui!
Cuerpo en la pobreza, obligado a excavar su nicho en la tierra. Detenido en las puertas del templo de los cielos, triste como esas músicas que nadie escuchará.
II
Hay un aire de incienso que asfixia, un agua de pila bautismal que ahoga, una luz de estrella ciega que quema y oscurece sin escándalo. Sin que se altere el dictado manifiesto de la ley: pulcro en las formas, corrupto en su génesis, siniestro en su anclaje… Se permite una sospecha de la verdad, sólo en los límites que imponen las estrategias legitimadas por el poder sobre el saber científico: impolutas, objetivas, desapasionadas… sin espacio para involucrarse con la verdad de ese cuerpo que se observa y se investiga mientras el cuerpo se martiriza.
Hay, hasta en la coronilla hay, un mundo material que apesta por sus cuatro ventanas del cielo, una luz de lo impuesto de lo real que oscurece la transparencia de la vida, sin que la belleza deje de suspirar entre las nubes de una bóveda que brilla lejos de esa tierra más que yerma, arrasada, privada de amor, en la que apenas acontece el cuerpo de la pobreza, sin más consuelo que una rápida agonía que acorte el estertor.
Es un espacio cotidiano, ganado por el miedo, paralizado por el terror que despierta la sorda melodía del ocaso, igual que el alba cuando el espíritu se cierra, enmudece, acrítico, ese instante feroz donde todo se naturaliza con una ligereza que espanta los espectros, donde la representación de la vida se confunde con la vida misma, en el espasmo tembloroso de la existencia.
El dolor del cuerpo en la pobreza será minimizado, o peor aún, encerrado en la categoría de castigo divino, de aprendizaje cruel pero merecido.
La humillación que sufre el cuerpo en la pobreza provoca un fenómeno de descalificación a partir del propio lenguaje. La palabra ya no es el espíritu que al nombrar crea, sopla los labios, ahora se tensa como un látigo para azotar el alma… sin escándalo.
Más allá de escondrijos y urdimbres del pensamiento, se trata de entender que el cuerpo de la pobreza se manifiesta en la realidad social (esa mesa nacida para el pan y el vino en común) igual que un cuerpo sin ser en el cuerpo (un cuerpo que en armonía bienhechora pudo convertirse en la casa del alma… ¿o imaginan un alma perpetua bajo una lluvia de sal en la intemperie…).
He ahí sin tapujos la realidad del cuerpo en la pobreza, aquello que lo constituye y también lo diferencia: su existencia se da en el espacio y en las prácticas de un cuerpo, que lo produce y lo contiene en sí, el cuerpo de la pobreza.
(Para el ser, puesto allí y sin poder salir de allí, por fuera del cuerpo de la pobreza no habrá existencia. Por más que lo necesite, aunque su deseo se convierta en plegaria, en blasfemia o en demencia “ese camino tan alto y tan desierto…”)
Ese cuerpo, humano y no humano, nunca acabado en su martirio y en su aprendizaje, resulta el verdadero ser, la realidad manifiesta de la pobreza en la construcción trágica de su existencia.
III
El cuerpo de la pobreza, ese sujeto sin metáforas ni lenguaje que lo encubran, es un espacio permanente de la contradicción, donde se produce a cara de perro el histórico combate entre la vida y la muerte (que en algún discurso se personifica en Eros y Tánatos, creando y destruyendo, o si se recurre a la música habrá que memorar los acordes de la luz y las tinieblas… ¿Recuerdan memoriosos, inocentes aquella escena de la Reina de la noche cuando el desvarío es un fuego que sube y sube y se expande y se vuelve sagrado en su propio hermosura?)
Hay un cuerpo como lluvia de cenizas. Hay un cuerpo, carne privada de nombre para que la idea de la pobreza desnude su impotencia. El cuerpo del ser en la derrota: el cuerpo del fracaso de la historia como sueño humano. Ese cuerpo excluido de los atributos de su mismidad, porque el reconocimiento del cuerpo del otro se agotó en las prácticas de la usura (la avaricia hunde la hoja del cuchillo hasta el mango).
Hay un cuerpo que anda por el mundo, sin espacio en el mundo. Sombra y fantasma. Un cuerpo demandado, sometido, desollado, amputado, violado, abusado, despreciado, disciplinado, torturado, condenado en el hacer y en el no hacer. (¡Palos por si bogas y palos por si no bogas!)
Ese cuerpo testigo de la vida como agonía de la vida.
Ese cuerpo sujeto de la agonía, ese cuerpo territorio de la agonía, como si fuera todo el cielo y toda la tierra…
Ese cuerpo que narra –minucioso, exasperante…– la historia del propio dolor humano, allí cuando la carne, superando el ultraje dio nacimiento al espíritu humano.
Ese cuerpo de la pobreza sirviente de otras vidas que brotan y cuelgan con gracia en el aire como racimos, que existen a partir de su vida, (sea la que fuera) y al que se le exige (mientras se lo aleja, se lo exilia, se lo niega) la más preciada conducta de vida en el vivir de otra vida, privilegiada como única y elegida vida, desde el bien de la razón y el bien del corazón. O sea: un espacio de representación, unas reglas de acción legitimadas por sí y en sí, que rechazan drásticamente todo lo que huela a cuestionamiento, a simple diferencias en el saber y en los sentimientos: ni siquiera se podrá imaginar por fuera de lo imaginado sin que ocurra el castigo.
El cuerpo de la pobreza ha sido puesto fuera del espacio, no hay lugar para él por más vasto que sea el universo, y el delirio de querer medirlo, atraparlo. El tiempo tampoco le pertenece, gira y gira sin sostén, sin atadura de un misero hilo; su consuelo es estar fuera de sí sin saber quién lo contiene y donde. Ha sido puesto fuera de sí, sujeto extraño aun en su naturaleza. Es un acontecimiento sin especificidad ni distinción. Amorfo y eterno.
Ese cuerpo pobre, pura desarmonía en el dolor que ni siquiera la belleza socorre…
Ese cuerpo de todos los cuerpos y de todas las identidades, a más rechazadas más castigadas, a más humilladas por los dioses más penadas por la ley, esa ley de la monstruosa normalidad donde el poder y la muerte reflejan su único rostro… perpetuo, inamovible…
Ese cuerpo de hombre, víctima de todos los mandatos…
Ese cuerpo de niño, nacido en el despojo, privado desde el primer aire de la alegría de despojarse…
Ese cuerpo de mujer, en el tiempo y el espacio de la locura atribuida como marca de fuego…
Ese cuerpo irrepetible pasará a ser una ola en el mar, un cuerpo en el sinfín de los cuerpos, en el agotamiento de la pobreza.
Un cuerpo de mujer, maldito y malnacido, objeto de la ira de cualquier dios que se precie, pasto donde come el Maligno, cama donde fornican todos los demonios de la tierra y del infierno.
Ese cuerpo de la mujer de la pobreza, primero violado en la impunidad de la cultura y después despreciado y penado si no acepta los efectos secundarios de “la susodicha violación según la boca de la dicente”, que “aquí fecha la denuncia sin aportar mayores pruebas”, más que “su ropa desgarrada, moretones fuertes en la cara y varias cuchilladas en el cuerpo de la susodicha”…
Ese cuerpo, esa pobreza, esa mujer (y ahora se habla de la figura de Madre y el cuestionamiento de las conductas puestas fuera del imaginario representativo –¡Oh, Mater amantísima!–), que se deberá juzgar, castigar, demonizar, desde la Ley, la religión y la moral, cuando somete su cuerpo sometido a un nuevo sometimiento.
Trastocada la realidad desde su representación cultural la violada violará y la víctima es victimaria; todas las fuerzas del mundo caen sobre el cuerpo de la pobreza, si vende o si alquila su cuerpo, o lo permuta (sea en una parte o en el todo, sea el vientre o la vagina, por hora, por días, hasta que la muerte separe su cuerpo, o hasta la mismísima eternidad), si castiga su cuerpo, si entrega a la muerte su cuerpo o los frutos de su cuerpo…
El cuerpo de la pobreza será el horror –y el alma de ese cuerpo de mujer también será crucificada, por el peor pecado cometido con horror–, si abortó a su hijo aún en el trance del crimen que sufrió, si abandona a su hijo en el terror de la pobreza que la invalida, si lo vende o lo alquila por dinero o por desesperación…
La huella del horror, el horror que trae aquel que pisa la tierra con la seguridad del que todo lo pudo y todo lo puede, lo vuelve delito y pena. (Te cortan la cabeza con el hacha o te despellejen con la paciencia de un santo…)
Así se prolongará el horror, como cosecha arrancada del cuerpo más humilde, cuerpo que deberá rendir más, siempre más, obligado a trabajar, a mendigar, a robar, a dejarse violar y quedarse con las migajas en el tan provechoso, como protegido, comercio de la prostitución… Y si grita o llora a más no poder por ese hijo que pierde su cuerpo de la pobreza, la mujer de la pobreza más pobre, que corre, que se escapa, huye, en el medio de una noche sin belleza ni piedad, será ella la maldita y eterna noche que siempre será noche… sin escándalo… puro olvido…
El que pregunta ya sabe. El que calla también sabe.
¿Quién se arroga lanzar la primera palabra que golpea más que la piedra?
O mejor: ¿quién se arrima al cuerpo de la pobreza para destruir, junto a él, la pobreza que vive para que viva la riqueza, esa riqueza que sólo vive en la riqueza, viviendo de la pobreza, así como el mal vive en el mal y la muerte en la muerte, así como el mal y la muerte existen en la riqueza…?
Hemos vivido y ahora podemos preguntar:
¿Quién habla del amor desde el desamor…?
¿Quién exige lo justo al que fue obligado a sobrevivir en la perpetuidad de lo injusto?
¿Quién trasciende la agonía cuando la soledad llama a la soledad?
¿Cómo pedir palabras al sufriente en su lengua cortada, decisión crítica al que fue saqueado hasta en su conciencia y obligado a bajar la cabeza hasta que sus ojos se confunden con el suelo y allí quedan?
¿Gestos de piedad a quien fue llevado a las rastras al matadero, como si allí lo esperara la pira de la bendición?
¿Qué fue de la dicha? ¿Cómo se perdió la inocencia prometida? ¿Acaso nuestra alma no daba para más…?
Las nubes… Las nubes… Esas nubes que mueven los cielos sin glorias…
(*) Vicente Zito Lema nació en Buenos Aires el 14 de noviembre de 1939 y murió el 4 de diciembre de 2022.
Las pinturas que ilustran la nota pertenecen a Cándido Portinari
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