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El Pilcomayo y su vínculo con los originarios
A lo largo de los siglos, los conquistadores de antaño o los conquistadores modernos han escrito sobre la piel de los originarios su hambre de codicia. El río Pilcomayo llega con sus aguas turbias de metales pesados. La vida de los pueblos sigue sumando mojones de sufrimiento ancestral.
Por Claudia Rafael
(APe).- En los alrededores del Pilcomayo, las infancias wichí siguen naciéndole a la vida del río, que les va marcando los ritmos de la historia. Es su consagración a la cultura de su pueblo. Allí van aprendiendo lo que el agua les da y lo que el agua les quita. Sólo en el mes de julio el río les resulta arisco por el frío. El resto del año buscarán entrarle al Pilcomayo de las formas más variadas. Para el chapoteo, para adentrarse en la práctica de la pesca, para entender que el agua es un sinónimo indisoluble de la vida.
Los pueblos originarios saben por prepotencia de la historia que el río les significará la pesca del sábalo, por ejemplo, pero también que habrá tiempo para la sequía y para la inundación. Hace demasiado ya, el modelo extractivista de producción les asestó un golpe feroz. Las aguas bajan turbias para todos ellos. No ya de aquella oscura borrosidad que deparaban las historias de esclavitud en la producción de la yerba mate sino que les llegará enturbiada por el lento derrame cotidiano de metales pesados. Que les proporcionarán enfermedades como un sino al que no podrán escapar.
Una investigación periodística de tres medios (de Paraguay, Bolivia y Argentina) reveló “la presencia de manganeso, níquel y plomo con valores de entre dos y siete veces por encima de lo aceptado por la Organización Mundial de la Salud (OMS) y por la normativa argentina”. Que, sin embargo, cuando fueron comparados –dentro del mismo trabajo- con resultados de 2015, 2016 y 2017 se concluye que “el río lleva el veneno de los metales pesados con valores de hasta 190 veces por encima de lo permitido para la salud. Las autoridades argentinas saben que el agua del Pilcomayo tiene metales tóxicos desde hace años y también saben que los picos más altos de contaminación se dan entre octubre y diciembre, pero no lo informan a su gente”.
En agosto fue noticia el colapso de un dique de cola en Agua Dulce (Potosí, Bolivia). Allí donde se acumulaban los sedimentos de la explotación minera que fueron a parar a un afluente del río Pilcomayo. Por esos días, el gobierno de la provincia de Salta y la Secretaría de Articulación Federal de Seguridad de la Nación recomendaron “no consumir agua, no realizar pesca, no consumir peces y no bañarse en el río”. Una “recomendación” es la respuesta pasajera ante la contaminación de los metales pesados que suma a las familias originarias otro mojón en sus sufrimientos ancestrales.
La biografía misma del continente está atada a esas historias. A los conquistadores, en el siglo XV se les iluminaban los ojos y les hervía la sangre de codicia ante las montañas de plata que les deparó lo que terminó llamándose “Cerro Rico”. De allí en adelante, con el perfeccionamiento de técnicas para la extracción, que ahondaron en prácticas esclavistas y, con el correr de los siglos, también contaminantes, el Pilcomayo podría ser concebido como una radiografía de la historia trágica de América Latina. Viejas crónicas permiten saber cómo hombres adultos y niños han dejado sus vidas en jornadas de 24 horas sin descanso (“vamos a `venticuatrear`”, decían) con una esperanza de vida que, con mucha suerte, llegaba a los 45 años.
El modelo extractivista fue adoptando distintos rostros. Se trata de arrancar de raíz con voracidad sometedora todo aquello que representa riqueza. La plata, el estaño, plomo o zinc en las minas o las deforestaciones necesarias para avanzar con la agricultura intensiva. Con diferentes estrategias de crueldad de las aplicadas entre 1884 y 1917 durante la llamada Campaña al Desierto Verde que implicó crímenes en masa, esclavitud y expulsión de la propia tierra. Después de todo, ya hace rato que el sometimiento y la exclusión no requieren de militares pertrechados para la guerra.
La raíz más profunda hay que buscarla en los conflictos por el control de los territorios. Y una y otra vez la balanza se inclina para la bandeja de los poderosos. Que ayer fueron los conquistadores que buscaron barrer a los pueblos originarios para llevar opulencia a sus arcas. Pero que tiene un hilo conductor invisible a otros conquistadores. Más modernos. Mejor provistos. Mejor equipados. Cuyo poderío radica en el control y la utilización de la tierra imponiendo su propia cultura por sobre otras. Y reinan hoy con otras metodologías como la de la agricultura intensiva que fue arrinconando y envenenando a esos pueblos que concebían la tierra como sinónimo de diversidad y vida en armonía.
Ya no son sólo los metales pesados que van ingiriendo por goteo desde las aguas del Pilcomayo (en la higiene, en el alimento, en sus bebidas) sino además con los residuos de la agricultura intensiva y la búsqueda desesperada de agua potable que, cuando la encuentran, la transportan en bidones de herbicidas que les malvenden.
Es la historia feroz del continente. Que se ha escrito con letras ensangrentadas. Que hay llevado a tantos directamente a la muerte. A otros, a la enfermedad lenta y dolorosa. A muchos más a la expulsión y la huida a regiones lejanas y hoy son parte de los conurbanos de las grandes ciudades. Castigados a la pena de pobreza eterna. Condenados al hacinamiento. A ser, como escribía Pablo, “poblaciones puras de nostalgia”. Sentenciados a la pérdida de identidad. Al olvido.
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