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La bonaerense entre la tortura y la tragedia
Esa es la bonaerense: la que torturó a dos chicos de 14 y 16 y los sometió a simulacros de fusilamiento en Mar del Plata. La que disparó a mansalva en una Facultad. La que corrió a bala y gas a la gente en un partido de fútbol.
Por Silvana Melo
(APe).- Quebracho tiene veinte años. El policía toma la pistola, le quita todas las balas. Menos una. Le dice que se dé vuelta. Lo arrodilla en el piso. Y le apoya el caño en la nuca. Gatilla. Nada. A él le corre por el cuerpo la electricidad de todos los relámpagos del mundo. El policía agrega una bala. Ahora son dos. Por la cabeza de Quebracho pasan las imágenes de su vida. Amores, luchas, tragedias. El policía gatilla. Nada. Tuviste suerte, le dice. Y lo empuja otra vez, esposado, en el rincón. (Tortura a un detenido político por parte de la policía militar, 1975).
El policía apoyó el arma en la cabeza del chico de 14 años. Gatilló en falso varias veces. El chico se estremeció. Apretó los ojos y los dientes. La oficial tomó su arma y se la apoyó en la boca. Gatilló. El niño transpiraba. No sabía si podía llorar. Después los llevaron a un descampado. El segundo tiene 16. Los arrodillaron de espaldas. Y les iniciaron una cuenta para que corrieran y dispararles por atrás. Ellos huyeron desesperadamente. Y la vida todavía estaba ahí. (Policía bonaerense, Mar del Plata. Septiembre, 2022).
Cuarenta y siete años después, sigue naciendo la misma serpiente del mismo huevo. La que clava su veneno y condena. La que lleva el poder de la bala, el gas que ciega, el machete que golpea. La misma que delinearon en su máxima perversidad Camps y Etchecolatz en la oscuridad de la dictadura. La que mostró, con la desaparición de Jorge Julio López, lo intacto de ese monstruo. En el papel en las manos de Etchecolatz en pleno juicio.
Esa es la bonaerense: la misma que ayer disparó a mansalva en el predio de Humanidades y Psicología de la Universidad de La Plata. La misma que anoche, en el mismo corazón político de la provincia, disparó y gaseó a la gente en el contexto de un partido de fútbol. A milímetros de una tragedia.
Esa es la bonaerense: la que encuentra a dos chicos en un barrio marplatense y necesita ejercitar el mecanismo. Los detiene, los golpea y les simula un fusilamiento varias veces. Ellos tienen 14 y 16. Jamás van a olvidar el caño de la pistola en la nuca. O en la boca. Y el gatillo, una, dos veces. O la pistola apuntando mientras corrían, con la adrenalina fatal de la bala que los haría caer en el próximo y ardiente segundo.
Ese es el entrenamiento para la tortura en los barrios de la provincia, donde los chicos y las chicas son los muñequitos de este ensayo. Los que no les importan mucho a las instituciones, los que están condenados a la periferia del mundo, a la deriva de la vida.
Uno de los chicos relató. El policía que los apuntaba les cantó una típica y atroz cuenta regresiva. "Tienen tres segundos... tres, dos, uno". El tiempo que les dio para correr, para huir de esa puerta de entrada a la muerte, con la sensación en todo el cuerpo de que la vida se terminaba ahí, no más.
Cerca de las diez de la noche del 17 de septiembre –un día después de los 46 años de la Noche de los Lápices- el oficial Ariel Estévez Pitrau y la sargento Sandra Vanesa Cano se encontraron a los chicos caminando por el barrio Libertad. Cuando llegó el segundo patrullero, comenzaron a golpearlos y a apoyarles el arma en la boca, en la cabeza y a gatillarles en falso. La democracia, que cumple cuarenta años, debería estar adulta. Pero va retrocediendo todos los días un poco. Vuelve a aquella adolescencia temblorosa cuando los padres y los abuelos de esta generación de policías de la sexta de Mar del Plata –que tienen entre 27 y 35 años- la mantenían prisionera día tras día.
En el segundo patrullero llegaron Jonathan Elías Cabrera y Micaela Agustina Estigarribia. Después de los tormentos y los simulacros de ejecución los esposaron. Y los llevaron a un descampado. "Ahora van a ver cómo los matamos y nadie se entera, dos más no me van a hacer nada", dijo uno de ellos. El cuerpo les ardió de los golpes y del miedo. Saben por origen, por barrio, por orillas del mundo que tantas veces dicen la verdad. Que los pibes se mueren en los descampados con la cabeza volada. Les pegaron y los hicieron arrodillar de espaldas. Metodologías escalofriantes de la clandestinidad institucional.
Después, apuntándoles con una escopeta antitumultos, les ordenaron que corrieran escuchando la cuenta regresiva. Y ellos corrieron en la noche, hacia donde los llevó el terror. Una de las oficiales, dicen, filmó todo.
Esa es la bonaerense. Con su mandato político y ese cordón umbilical con la dictadura que nunca –aun cuarenta años después- terminó de cortarse. En la calle siempre al borde de la tragedia. Defendida hasta la apología del delito por el funcionario securitario de un gobierno con pretensiones progresistas.
Brazo armado de las instituciones de esta provincia de 17 millones de habitantes. Institución en sí misma marcada por la corrupción y la sangre.
Serpiente de aquel huevo. Que nunca deja de nacer.
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