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Por Silvana Melo
(APe).- El concepto demoledor de ex hija produce la avería definitiva de un mandato. El más potente, el más letal en el desarrollo de una vida libre y exculpada: “honrarás a tu padre y a tu madre para que tengas larga vida sobre la tierra”. Cuarto mandamiento, extendido a Efesios 6:2-3 y Exodo 20:12 del libro sagrado de la cultura judeocristiana, profundamente enalteciente de la culpa y de la sumisión. Sin embargo, no hay libro que defina qué hacer cuando el padre implícito es un ícono del mal. O bien, simplemente, un asesino, un abusador, un ruin que aportó su carga genética en la construcción de un ser humano a quien se lo obliga a honrarlo. Como el círculo perfecto del mandato déspota de honrar a cualquiera. Que fue padre tan sólo porque lo permitía la naturaleza.
Fue Etchecolatz, muerto esta semana, quien generó la avería del hijismo impuesto. Así como mereció la primera condena por genocidio en la justicia del país. Así como fue el represor que provocó la desaparición de un testigo clave en su propio juicio, aun desde la cárcel. Así como se llevó el secreto de los más de cuarenta años de vida de Clara Anahí Mariani Teruggi, secuestrada a los tres meses en un operativo con él al mando. Así, su hija de sangre se declaró ex hija y pasó a llamarse Mariana Dopazo. Porque “se puede ser otra cosa; no estamos enganchados a un destino trágico como si fuera una ópera o como un Ícaro lanzado al sol”. De esta manera decretó la prescripción de la paternidad del peor de todos. Del torturador, del criminal, del hombre que legitimó la vecindad del crucifijo y la picana, del genocida, del que se reía mientras infligía el dolor más profundo de la carne y el más ardiente del alma, del que conservó poder sobre su policía bonaerense aun en condena efectiva, del que mandó a secuestrar y desaparecer a un hombre que lo había sepultado con su testimonio, aun en plena custodia por parte del estado democrático.
Etchecolatz dejó de ser padre. Fue anulado su derecho a enarbolar el mandato ancestral. Hizo entrar en extinción el poder de la cruz como símbolo del hombre que vino a morir en manos de asesinos como él. Averió para siempre el mandato de la honra al padre a ojos cerrados y a cabeza inclinada, a golpes de sumisión.
Una vida muy larga vivió Etchecolatz, acaso para recibir nueve condenas a perpetua. Acaso para no ser honrado como padre. Acaso para dejar de serlo. Hay una ex hija que se mutiló el apellido para no verlo en su documento. Para no sentirlo cuando firma. Para que no la miren cuando la llaman en un consultorio. Para decidir que “no le permito más ser mi padre”. Para dejar en claro ante todos los hijos del mundo que se puede derogar tanto la paternidad como la hijedad, palabra que no existe y no es casual que no exista. Que no se honra a cualquier padre. Y que el ícono del mal dejó de ser padre y de ser honrado.
Que cumplirá, en el plano que esté o en la mismísima tierra de su sepultura las nueve cadenas a perpetua.
Porque nadie, nadie, se despierta del infierno.
Edición: 4142
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