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Por Silvana Melo
(APe).- Los pibes matan y mueren en estos tiempos desactivados de ternura. Matan y mueren con la misma naturalidad en las villas y en los conurbanos de Buenos Aires, de Rosario, de las ciudades que fueron corazón del trabajo y la esperanza y hoy son ruinas de una vida buena. Rumbos frustrados y descosidos para sus chicos, cárceles periféricas para sus descartes, conchabos de sicario y soldaditos del transa como salida superadora de la escuela y el oficio. Los pibes matan y mueren por pura supervivencia en los territorios suburbiales y populosos que quedan fuera del ajustado privilegio urbano.
Ellos manejan armas –dispositivos diseñados exclusivamente para matar-, las usan, se fotografían y se suben a las redes, se filman por TikTok y por Twitch, como el rubio de 18 años que, con una cámara en la cabeza, entró a un supermercado y mató a diez personas negras. En el estado de Nueva York. Apenas diez días después un latino de cabellos negros, también de 18 años, les disparó hasta la muerte a 19 niños y dos docentes en una escuela de Texas. Uno era un supremacista blanco. El otro compró armas legalmente el día de su cumpleaños, tejiendo su lugar en la historia de su país. Donde las armas se compran en los kioscos, en los supermercados y en las hamburgueserías.
En la polvorienta patria de los pibes de gorra y altas llantas las armas son ilegales. Se roban a la policía y a los muertos del barrio.
Dice el Instituto de Estudios Comparados en Ciencias Penales y Sociales (INECIP) que en la Argentina hay unas cuatro millones de armas, entre legales e ilegales. Según esos números, el 10% de los argentinos tiene una. Apenas un 30% está registrada. Un 1.016.843 de usuarios legales declararon 1.618.877 armas ante la Agencia Nacional de Materiales Controlados (ANMAC). Se calcula que las no registradas triplican la cifra. Más de un 80 % están en manos de civiles.
La legalidad no es tan fácil en la Argentina. Es impensable comprar un rifle en un Mac Donalds o en el minimercado de la estación de servicio. Pero en los márgenes de esa legalidad, en los bordes de la vida, las armas empoderan, desniñan, adultecen, depositan la fuerza entera de la muerte sobre un dedo índice, hacen del futuro un sicariato que, después de crecer, será capanga. Si llega con vida en este juego atroz de matar y morir.
Estados Unidos y su sociedad que maneja su alienación comprando armas como azúcar en los almacenes, apiló 31 muertes en diez días en dos episodios. Protagonizados por adolescentes que pudieron cultivar la muerte lustrando esas armas y publicando sus imágenes en las redes. Hasta usarlas en su objetivo único y final: la muerte de los otros.
Una dirigencia política que no negocia la libertad de armarse de su población es responsable de esta muerte. De tanta muerte.
Una dirigencia política cada vez más influyente –originada en las crisis de representación recurrentes- que comienza a repetir esos mantras para demostrar quién es más duro en tiempos extremos, será responsable de la muerte que venga.
“Estoy a favor de la libre portación de armas, definitivamente”, dice Javier Milei, a la vez que rescata “el derecho de morirse de hambre”. Y dice Javier Milei: “si alguien eligió no trabajar y morirse de hambre, tiene la libertad de elegirlo”.
“La Argentina es un país libre. El que quiere andar armado que ande armado”, dice Patricia Bullrich, con ese concepto de la libertad que comparte con Milei, tan alejado de aquella libertad colectiva por la que han luchado los pueblos.
Las crónicas de los diarios hablan de un niño que, en Mar del Plata, llevaba un arma y balas en la mochila. Que eran del tío, dijo su madre. Que estaba bien guardada. Pero el niño la vio y quiso encandilar al resto con su juguete. Y hablan de otro niño que, en Córdoba, se filmó con una pistola, apuntando a un espejo. Dicen que era de una tía, policía bonaerense. Ambos tienen entre ocho y diez años. La misma edad de los 19 niños asesinados en Texas.
Un arma no tiene más objetivo que la muerte del otro. En tiempos de odios seriales, en épocas oscuras cuando las sociedades proyectan lo peor de sí en los dirigentes a los que eligen para que las representen, un arma es el dispositivo ideal para quitarse los escollos sociales. Como daño colateral, cualquier discusión puede terminar en muerte si hay un arma. Conflictos que acaban en femicidios, disputas vecinales que un arma dirime de un balazo. O varios.
Las armas del estado, en manos de policías, gendarmes, prefectos, suelen aplicar esa pena de muerte sumaria que mata por la espalda. Y esas armas son las legales. Las armas de los otros, las de narcos y criminales, son fruto del derrame de las legales; son las que se trafican mientras la ley no mira, son las que todos saben pero nadie sabe. Y las que les escamotean de a gotitas al poder los pibes que matan y mueren, son las armas que derriban al futuro de un hueco en la frente.
Ocho muertes diarias hay en la Argentina relacionadas con armas de fuego, dice el INECIP. Hay una parcela de la sociedad dispuesta a zanjar sus conflictos eliminando al otro. A través de la muerte. Dicen las estadísticas oficiales que el 52% de las veces que se usa un arma es a partir de conflictos intrafamiliares. Apenas un 10% de los disparos suceden en medio de un robo.
Los 31 muertos en diez días bajo los disparos de dos chicos de 18 años son la foto de una sociedad que elige la seguridad paraestatal de las armas. La sociedad de un país colonizador que exportará su violencia intrínseca a cualquier frontera lábil. Donde la felicidad será, como escribió Lennon, un revólver ardiente.
Edición: 4122
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