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Por Ignacio Pizzo (*)
(APe).- Desde tiempos remotos y según su etimología, la palabra trabajo deriva del latín tripalium, que era una herramienta parecida a un cepo con tres puntas. Se usaba inicialmente para sujetar caballos o bueyes y así poder herrarlos y luego fue instrumento de tortura para castigar esclavos o reos. De ahí que tripaliare significa “torturar”, “atormentar”, causar dolor.
Los tiempos han cambiado. Actualmente dolor y tormento son consecuencias que genera la falta de trabajo en el mundo que decidimos habitar.
Pongamos como ejemplo a Jorge, trabajador fabril. En el año 1979 cerró la fábrica automotriz que lo empleaba. Tenía 38 años y dos hijos, uno de cuatro años y una niña de seis. Su compañera y madre de sus hijos era ama de casa. Con lo que pudo rescatar de una indemnización injusta logró armar un pequeño kiosko en su casa, para subsistir. Nunca pudo colocarse nuevamente como operario de una automotriz.
La historia de Jorge es el corolario de nuestra historia de país, cuyo empobrecimiento sistémico vale la pena subrayar.
Más de la mitad de nuestros niños, niñas y adolescentes han cruzado la línea del ingreso insuficiente y son los protagonistas sufrientes de nuestro indemne, impertérrito e inconmovible mecanismo de expulsión hacia la nada.
La pandemia aceleró el proceso y las cifras de nuestro país siguen ocupando pantallas, mostrando esa “deuda de la democracia”, más desocupados, más pobres, más indigentes. Deuda que decide no pagarse porque se paga la hipoteca para seguir hipotecados. La inflación que infla precios y devalúa salarios y moneda, sigue su proceso fordista de fabricación de pobres, la única fábrica que no baja sus persianas.
La involución podríamos tomarla desde un punto de partida arbitrario: año 1974 (debido a que no hay registros de años previos), donde el porcentaje de personas bajo la línea de pobreza era del 4.4% y en cuanto a la indigencia el número porcentual era del 1.7%. No fue un efecto colateral. Entre los años 1974 y 1981 la tasa de desocupación pese a períodos de ajuste económico, era del 5%.
Historias
Desde finales del genocidio dictatorial argentino, con complacencia civil, eclesiástica y económica, la tasa de desocupación tendió al crecimiento y junto con ello la tasa de pobreza e indigencia. Exceptuando algunos períodos de bajas parciales.
Con efecto tardío fueron llegando los parches para cubrir las rajaduras de una represa incontenible, en cuyo puente se sitúan caudillos y sátrapas del desastre, fingiendo conmoción por las consecuencias horrorosas producto de sus propias actividades espurias.
La caja PAN de los 80, seguros de desempleo de la infame década del 90, planes trabajar, planes jefes y jefas de hogar, subsidios de diversa índole.
El punteraje pejotista y la complicidad opositora, falsamente indignada, pero que copia y pega, se valieron de los planes sociales, para ejecutar a discreción el verdadero proyecto despojador, con generación de clientela cautiva que, según la lógica de la mafia, administra la miseria en los territorios de incertidumbre y devastación planificada. Desde que se implementaron, en esos fatídicos años de pizza y champagne, donde la realidad fue reemplazada por la máscara, el ascenso en números de desocupados y en desamparos fue imparable.
Las sobras del banquete se derramaron y ante la medición de encuestas pre o post electorales, la mano que derrama regula el flujo de dinero estatal, acelerando la impresora o deteniéndola según las órdenes del virrey neocolonial que es el que verdaderamente reina y gobierna.
La historia disipa las sombras, y por más que los vencedores la escriban, los verdaderos protagonistas la realizan. El des-trabajo que simula trabajo ha dejado de ser un plan de emergencia. Porque cuando el consensuado statu-quo sangra y drena su material purulento hay que hacer algo con los excedentes demográficos que el mismo sistema no logra matar.
Data del año 1996, primeros planes de empleo, con piquetes y puebladas en Cutral-Có y Plaza Huincul, en Neuquén. La privatizadora ola regaló la bandera de YPF que pasó a ser privada. El menemato abrió la mano, por los incesantes conflictos en aquella región.
Se reprimía a los desempleados. El Gobierno de aquel entonces creó el Programa Trabajar: un subsidio que tenía una duración de entre 3 y 6 meses. Al año siguiente el entonces gobernador de la provincia de Buenos Aires Eduardo Duhalde lanzó el Plan Barrios Bonaerenses. Otros gobernadores implementaron similares programas, los cuales se diseminaban por medio de los intendentes y punteros del PJ.
En el año 1996, los datos hablan de cerca de dos millones de desocupados. Se otorgaron 118 mil planes. Distribución de la migaja, propia de aquellos años, pero que dejó precedentes para ulteriormente hacer del reparto de la miseria, una costumbre.
Quienes lograban acceder a dicho subsidio eran los que conocían al puntero de turno o tenían cercanía con la estructura del Estado.
Aquellos que quedaban sin acceso a estos subsidios, por no tener contactos o por no acordar con el hecho de ser clientes del puntero esperaban al costado de la historia. Es así como surgieron los Movimientos de Trabajadores Desocupados (MTD), primero en el conurbano bonaerense y luego en otras regiones del país.
Alianza y derrumbe
El Gobierno de la Alianza bajó notoriamente el número de planes y subsidios. “Su mayor volumen se había alcanzado en octubre del año 1997 con 206 mil planes Trabajar, pero ese número no volvería a repetirse sino hasta mayo del 2002”, dice la socióloga Maristella Svampa: “El recorte profundizó la protesta social, ya que dejó sin recursos no sólo a los piqueteros, sino también a la estructura de punteros del PJ.”
La gestión de la Alianza aceleró el desmembramiento y la fragmentación social, a tal punto que muchos MTD y algunos intendentes del conurbano realizaban las protestas en conjunto. Un botón de muestra fueron las fuertes movilizaciones en La Matanza en 1999.
Una segunda novedad se agregó poco después. En competencia con el peronismo, la Alianza resolvió no distribuir los subsidios exclusivamente a través de los intendentes, sino también de manera directa a los vecinos que se organizaran y armaran una ONG.
A partir de los acontecimientos del 19 y 20 de diciembre del 2001 y de la mano de las grandes movilizaciones de los meses previos, apoyado en el clima favorable que había generado la propuesta del Frente Nacional contra la Pobreza –que plebiscitó la creación de un seguro de empleo y formación para todos los desocupados– los programas se incrementaron. Inclusive se planteó la Asignación Universal, cuyo nombre no tenía tal denominación, pero en el mientras tanto, era una proclama para intentar erradicar el hambre junto con el Movimiento Chicos del pueblo. La consigna y la campaña contra el hambre, denunciando su criminalidad y actualizando y renovando la propuesta de “ni un pibe menos”, eran banderas levantadas por las organizaciones sociales, sindicatos y centrales gremiales que en aquel momento parecían no pelear por cargos dentro de un sindicato ni esbozar aspiraciones electorales.
El plan Jefas y Jefes de Hogar, lanzado en enero del 2002 durante la fugaz presidencia de Adolfo Rodríguez Saá y concretado finalmente por Eduardo Duhalde, se extendió a dos millones de beneficiarios.
Para conseguirlo, ya no fue necesario pertenecer a determinado partido u organización –al menos en papeles– sino reunir tres condiciones: no tener trabajo, ser jefe de hogar y tener hijos en edad escolar.
Posteriormente el período de 12 años kirchnerista y los 4 años del macrismo devastador, no lograron o no quisieron revertir la historia, profundizando el des-trabajo como política.
Planeros
Pandemia mediante, elecciones de medio término, profesionales del panelismo, profieren desprecio a punto tal que “planero “pasa a ser el nombre con el que las caras y caretas de una sociedad decide aumentar la curva de odio de manera vertical y con mayor celeridad que la de contagios de covid-19. Planero, negros, cabecitas negras, siempre el despreciado es el mismo actor de reparto, en un teatro del horror donde los poderes fácticos actúan como si su responsabilidad dentro del guion no fuera tal.
Frases hechas: “el trabajo es salud”, “el trabajo dignifica”, parecen haber quedado en slogans humorísticos. A ojos vista, las medidas de emergencia, parece ser, han venido para quedarse. Los excluidos de los intercambios sociales, pero incluidos en la cadena electoral y de consumo son cada vez más. Son parte de esa marginalidad cuyo margen es cada vez más ancho a punto tal que ocupa la mitad de la hoja donde se escriben nuestras memorias colectivas cada vez más dolorosas. Los ejecutores de tal osadía han logrado con sobrada eficacia despojarnos de nuestra identidad trabajadora, convirtiéndonos en empleados, subempleados o desempleados. Tal es así que el flujo de dinero para facilitar el consumo, nos convierte en consumistas. Y la robada identidad como trabajador o trabajadora nos humaniza, nos provee el vestido de la dignidad para lucir persona. Loi Waquant habla de desproletarización en su libro “Los Condenados de la Ciudad”.
Los planes, que deberían ser una base, un piso desde donde empezar a construir, hoy son el techo aspiracional del estado, son las sobras del estado. Han crecido en una curva que no sabe de descenso, en forma directamente proporcional a la militarización folklórica permanente, que ante olas de la inseguridad ciudadana-según la denominación de la indiscreta ventana mediática-, no duda en rodear con uniformados los límites del margen de la excepción.
Sólo sabemos que Jorge que hoy tendría 80 años, falleció a los 57 años en el año 1997, quedaron su hijo que hoy cuenta con 46 años el cuál se emplea como ayudante de albañil de manera informal, su hija de 48 que vive en el mismo lugar con una hija de 20 y un nieto de dos años. Ella pudo acceder a un plan por el cuál contrapresta realizando la limpieza de las calles del barrio. Su hija está desocupada y no ha podido culminar su escuela secundaria y su niño de dos años cobra la asignación universal por hijo. No han logrado mudarse de barrio, ni mejorar demasiado las condiciones edilicias de su habitáculo, más que agregar habitaciones de manera vertical gracias a los conocimientos de albañilería de uno de los integrantes.
Cuatro generaciones que ejemplifican una historicidad que avanza sin contemplar a los caídos. La diferencia con el pasado radica en que los Jorge y sus descendencias se han multiplicado.
La Argentina cuenta con 3,8 millones de niños pobres por ingresos y con otras privaciones como el acceso a derechos fundamentales como la educación, la vivienda o las cloacas, según un reciente informe de Unicef en base a datos de la Encuesta Permanente de Hogares (EPH) del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (Indec). Más de 4 mil villas en todo el país y se reitera en otra forma: 6 o 7 de cada 10 niños y niñas son pobres.
Si existe el sacramento de la penitencia para el catolicismo que se jacta del castigo celestial, si existen las imputaciones judiciales en la superficie terrestre, en ningún caso hay confesionarios o cárceles para los responsables directos e indirectos de este orden criminal.
Nuestra identidad será restablecida cuando logremos trazar nuevamente la ruta de navegación, para recuperar el trabajo, ya que dicha cuestión identitaria se define por nuestros aspectos culturales y por quienes nos rodean, pero también por lo que hacemos. Seremos, artesanos, expertos en algún oficio, artistas, profesionales, en fin, trabajadores, no simplemente empleados. Y nuestros hijos o hijas, serán precisamente identificados o identificadas por ese ser que asume su crianza. Se convertirán en futuros trabajadores por la reciprocidad de esa identidad. De lo contrario estaremos inmiscuidos en un naufragio eterno.
(*) Médico generalista- Casa de los Niños Avellaneda - Cesac N° 8, Villa 2124 CABA
Edición: 4051
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