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Por Claudia Rafael
Fotos: Sub Coop
(APe).- Hay dos o tres de todos ellos que conservan los rasgos niños en la foto. Eloísa tenía 12 y estaba por cumplir los 13. David ya los había cumplido y Romina rondaba los 15. Un par de décadas más tarde el barrio Maccarone, de Paraná, tiene el nombre de la calle en la que la niña de 12 vivía. No mucho más. David prometía carpeta escolar más prolija para el año siguiente y a Romina se la sigue viendo ataviada para sus 15. Son los nombres que no se dimensionan. Los de las pibas y pibes que cayeron bajo las balas policiales o los disparos desquiciados en aquel diciembre en el que el país se prendió fuego.
Veinte años después, 6 de cada 10 pibes están por debajo de la línea de pobreza y son 7 de cada 10 en las grandes ciudades. Uno cada veinte horas es ejecutado por bala policial.
Brenda se llama la hija de Yanina García. Ya es más grande que su mamá, que tenía 18 en aquel 2001 rosarino cuando salió a la vereda a buscarla. En la misma calle una decena de policías disparaban hacia todos lados. Cuentan que ella no los vio. Algunos estaban escondidos detrás de los árboles. Yanina sintió un pinchazo. La trasladaron al Hospital Carrasco cuando se desmayó y murió esa misma noche. Tenía perdigones desparramados por todo su abdomen y dos paros cardiorrespiratorios le frenaron la vida.
Son diez los que, con menos de 18 años, murieron baleados mientras Fernando de la Rúa firmaba el decreto 1678 con el que pretendía sitiar al país y un par de días después lo levantaba y dejaba congelada para siempre su imagen, a bordo de un helicóptero, huyendo de la Rosada.
Vidas estalladas
Con sus 15 estrenados, Marcelo salió descalzo y con sus pantalones cortos a buscar bolsones de comida para toda la familia: padre, madre y 13 hermanos. Había que prepearle a la desgracia y a la desmesura y Marcelo asumía el coraje de sus años. En días en los que el dolor se asemejaba demasiado al rostro de un país. Jornadas en las que el mendrugo en la boca era una osadía. Un comerciante salió, escopeta en mano, a balear al mundo entero si fuera necesario y Marcelo era parte de ese mundo. Murió en el hospital Cullen de Cabaña Leiva, Santa Fe, con trozos de plomo en el cuello, en una axila. Asesinado por la espalda por Víctor Hugo Clemente, ex integrante de las Fuerzas Armadas devenido comerciante.
A una treintena de kilómetros en línea recta, en la capital entrerriana, Romina y Eloísa espejaban sus rostros con la muerte. Hombres de uniforme azul baleaban a los hambrientos que clamaban por comida en las puertas del hipermercado Walmart. Romina estaba en el patio de la casa de su abuelo y un balazo la asesinó. Hay una calle con su nombre y a unas 40 cuadras otra calle lleva el nombre de Rosa Eloísa. Ella cuidaba a sus hermanos y con sus 12, aportaba en el comedor de la parroquia. Aquel diciembre, junto a su hermana Jésica, de 16, embarazada; Brian, el hermano de 10 y un tío corrieron al supermercado Abud. En sentido contrario los vecinos volvían con las manos vacías. Ya nadie entregaba nada de nada.
Disparos, huídas, corridas, Infantería baleando y ya muy cerca de la pista de atletismo del Parque Berduc desde un Duna blanco de la comisaría octava, el policía Silvio Martínez apuntó a mujeres, niñas y niños y Eloísa cayó por el disparo en la parte posterior de su cabeza. Sin vida, sin sueños, sólo un cuerpo pequeño de niña, sangrando en el piso.
Muy lejos de todos ellos, La Matanza transpiraba miseria. Sus cientos de miles de habitantes sólo habían vivido niveles de pobreza más hondos durante la hiperinflación de 89/90. Damián estaba en octavo grado. Tenía 14 y vivía en el barrio 22 de enero de Ciudad Evita. “Me voy a chusmear a la esquina”, le dijo a su mamá el 19 de aquel diciembre. Ocho hombres armados disparaban en esa esquina contra un grupo de personas. Y un plomo 9 milímetros le atravesó la vida y lo ancló para siempre en sus 14. Exactamente un año más alcanzó a tener Julio, asesinado de un balazo por un comerciante, en el medio de saqueos, en Merlo.
Dos más que los de Damián eran los años de Walter en aquella Rosario a la que llegó con su familia casi por error. Trabajador golondrina, lustrabotas, limpiavidrios él y sus hermanos, Walter aprendió a escribir a los 15 cuando su hermana Sara, de escasos 10, le enseñó a garabatear su nombre. Su familia se empeñó luego en denunciar que Walter era rehén de la policía que lo obligaba a robar. Su vida cesó el 21 de diciembre de 2001 por un certero balazo de la Tropa de Operaciones Especiales.
A unas 16 cuadras de allí, algunas horas antes, moría asesinado Ricardo, de escasos 16, de un balazo calibre 9 milímetros que le atravesaba el rostro y le perforaba el cráneo. La dueña de un negocio, por miedo a los saqueos, convocó a la policía que no dudó en diseminar sangre y muerte. Carlos del Frade reconstruía hace algunos años en APe que “a Ricardo la bala se le metió por la mejilla derecha y salió por la parte superior de la cabeza arrastrando parte de la masa encefálica”. Y la mamá de Ricardo sostuvo ante la justicia provincial: “El venía corriendo por Esquivel y la policía persiguiéndolo por atrás. Allí intenta cruzar de vereda y es alcanzado por un disparo de la policía cuando estaba cruzando. El disparo no había sido dirigido a él directamente, sino que al cruzar la calle en medio de esa persecución resultó herido por una bala”.
Aquel diciembre David estrenó sus 13 años en Córdoba. En treinta días rindió ocho materias y estaba feliz. El comisario Luis Omar Farías dio la orden de reprimir y un grupo de policías y de la Guardia de Infantería rodearon la zona en la que los vecinos intentaban hacerse de comida en el supermercado Minisol del barrio. Balas antitumulto, municiones de plomo y la determinación férrea de frenar como fuese a quien se acercara siquiera unos metros al comercio. David jugaba con sus amigos. Y cuando volvía a su casa, su cuerpo frágil de 13 años recién cumplidos, recibió cinco postas de plomo y de goma. Un impacto dio de lleno en el cráneo.
También en Córdoba, pero lejos de allí, el papá de Sergio trabajaba entonces como recolector de residuos y su mamá, en un microemprendimiento. El tenía 16 veinte años atrás. Hoy sería un hombre de 36. Aquel diciembre un trozo de plomo policial se metió de lleno en su tórax pero la vida le regalaría un respiro por un año más. Hasta el 26 de otro diciembre, el de 2002. Sergio estaba parapléjico y el hígado le había quedado definitivamente dañado.
Diez mil niños
“Los que encabezaban todos los movimientos, los que destruían, eran turbas de pilluelos que rompían vidrieras, destruían coches, automóviles, y que en fin, eran los primeros que se presentaban en donde hubiera desorden… Los que iban a la cabeza en donde había un ataque a la propiedad privada o donde se producía un asalto a mano armada, eran los chicuelos que viven en los portales, en los terrenos baldíos, y en los sitios obscuros de la Capital Federal” . Esas palabras de un siglo atrás eran las del médico y diputado Luis Agote, el que pasó a la historia por revolucionar el universo de las transfusiones de sangre en el mundo, quien fogoneó que era necesario recluirlos en la isla Martín García en donde habría lugar para diez mil niños.
No hablaba él –de quien, por caso, Wikipedia sólo recuerda su descubrimiento en materia de transfusiones- de aquel, nuestro diciembre de 2001.
Hablaba de la infancia de las primeras décadas del siglo pasado puesta en las calles a reclamar lo que otros, poderosos e impunes, les arrebataban.
A la medida de la esperanza
Diez pibas y pibes que no llegaban a los 18 años. Muchos de ellos con la marca potente de la inequidad grabada en la frente. Ya víctimas de otras masacres planificada por el Estado. La del hambre, la de la desigualdad, la de la vida injusta y cercada por quienes pretenden estructurar el mundo a su propia imagen y semejanza.
Diez pibas y pibes que sabían que el mundo merece ser dibujado con tizas de ilimitados colores. Donde se ensamble la vida y la dignidad en un canto único, colectivo. Donde los días puedan ser cincelados en su exacta medida. Para –escribía María Elena- darle cuerda al amanecer, empujar un poco al Sol y al buen día meterlo en casa… Estación claridad, vamos llegando.
Edición: 4439
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