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Por Silvana Melo
(APe).- Cuando la vida no vale nada, se discute sobre los muertos. Se disputa poder y se cuentan las balas. El kiosquero asesinado es un símbolo. Es una alegoría de un país arrasado conceptual y materialmente. Un país donde la incertidumbre y la incredulidad mandan al patíbulo cualquier certeza básica. Donde un hombre joven mata a otro de media docena de disparos a treinta centímetros de distancia. Con un odio irracional, arrastrado desde décadas, cuando el país inició su derrumbre y los sueños se volvieron sombras. Se sacaron la careta y empuñaron la nueve milímetros.
En esta tierra, a estas alturas del escepticismo y el desencanto, alguien va a trabajar y está muerto. Alguien sale de la cárcel –por condena cumplida- donde cayó por un robo y mata. Porque en la cárcel se amasan los asesinos. Los monstruos. Aquellos a los que la sociedad pide a gritos amontonar entre muros que no son suficientes para contener a tantos. Y luego los recibe recargados. Con el odio del hacinamiento vivido, de la violencia terrible de los dos lados de la reja, de la comida espantosa, de la tortura. Recibe, la sociedad punitivista, leviatanes dispuestos a todo.
Son los trabajadores las víctimas mayoritarias de un sistema que sólo castiga. Donde los esperpentos de la derecha piden más castigo y más. Piden, con metáforas dudosas, hacer quesos gruyere con los delincuentes. Aplicar la pena de muerte sin juicio previo. Donde los funcionarios de la progresía se enorgullecen de una policía que logró 150 muertos en dos años.
Son los trabajadores las víctimas. Cuando los matan, los mismos que piden pena de muerte y quesos gruyere reprimen o aplauden la represión de la misma policía a la que las protestas populares piden empoderar. Son los contrasentidos de los tiempos.
El kiosquero asesinado en Ramos Mejía es un símbolo. Porque fue asesinado en la última semana de la campaña electoral. Donde la vida no vale nada. Donde la vida vale un voto. Un senador perdido. Un diputado ganado. Donde se hace campaña sobre los muertos. Amplificados por los medios masivos. Desmembrados por el tironeo en los foros, en los paneles, en los megáfonos. Donde nadie habla de lo importante. Nadie recuerda que en La Matanza fatigan 2.300.000 personas, que el 50% es pobre, que en algunos sectores la pobreza llega al 75%, que 7 de cada diez niños viven hacinados, sin recursos, mal nutridos. El que quiera que hable de futuro ilusorio. En esta tierra la tragedia es ahora.
Décadas y décadas y el estado –ensanchado y disminuido según quien gobierne- no define un camino para que la gente viva mejor. Para que la policía no reprima a la gente común ni mate niños por la espalda. Para que las cárceles sean el último destino porque existe una estructura aceitada, un sistema que pueda sostener y cuidar a la niñez estragada, con desamparos aprendidos históricos, con destinos marcados con rojo. Torcer esos rumbos es el desafío de quien siga en esta lista dramática de fracasos. Limar los odios creados por años de bailar consignas sobre el titanic. Desenredar los desencantos populares de saber que el empleo genuino es una quimera y los planes un sambenito colgado para provocar el desprecio general.
Ganar la calle para exigir, para plantarse, para que la resignación no sera la bandera de los tiempos. Hay un hombre muerto cuando trabajaba. Hay un hombre secuela marginal de los tiempos, culpado por el asesinato. Hay una foto con una chica de 15 en el piso, con las manos atadas, capturada por la policía. Hay siete chicos pobres e indigentes en el mismo distrito de la muerte desatada.
El futuro está temblando.
Edición: 4416
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