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Por Claudia Rafael
Imagen ilustrativa: Tal Silverman
(APe).- El plástico ardió humeante. Una orden burocrática decidió que el mejor destino para 11.690 juguetes era el fuego. Fueron incinerados: 6.651 a fricción, 3.058 “muñecos humanos”, 88 muñecos animales y 1.893 juguetes varios. Secuestrados en dos operativos de la Aduana y la Afip en la provincia de Misiones durante 2017. En enormes cajas de cartón y dentro de camiones, fueron trasladados desde Oberá a Puerto Rico donde se esfumaron bajo las llamas. Juguetes por millones y millones de pesos contrabandeados desde Paraguay y alojados en los depósitos de la aduana durante los últimos 4 años. Juguetes que no llegaron a tener contacto con un solo niño.
Esos 11.690 juguetes son una realidad tangible. O lo fueron, en verdad. Pero son a la vez un símbolo sobre el lugar de las niñeces en la vida social. Cuyo sentido se multiplica cuando falta poco más de un mes para el día de todas las infancias. Que, más allá de tener un sentido comercial, termina poniendo sobre la mesa de qué maneras diversas se definen rumbos que, en el caso de los juguetes incinerados en Misiones sería la reacción por un supuesto deber ser. Algo así como una ecuación: ingresaron ilegalmente, por lo tanto, corresponde destinarlos al fuego.
En un instante gélido se determinó que debían ir a las llamas esos casi 12.000 juguetes que podrían haber dibujado una sonrisa para 12.000 niñas y niños en un país en el que siete de cada diez están por debajo de la línea de pobreza. No les transforma la vida pero pueden ser un esbozo de la felicidad.
Ayer dos nenas de 3 y 6 años iban a bordo de un carrito de supermercado en la conurbana Lanús y junto a ellas otra niña de no más de 11. Solas las tres de toda soledad. Ese es el tiempo presente de tantas infancias. ¿Les cambiaría la historia alguno de los 11.690 juguetes incinerados ese mismo lunes a poco más de 1000 kilómetros de distancia? Ni la historia ni la crónica de sus días futuros.
Pero hubo un instante de felicidad que no fue en un tiempo en el que demasiadas niñas y niños tienen a la calle como último refugio de días y noches. Un tiempo en el que ocho millones y medio entre 0 y 17 años viven en hogares hundidos en la pobreza, con el futuro hipotecado.
11.690 juguetes fueron incinerados tras cuatro años de permanecer encerrados en oscuros depósitos por orden de un juez federal. Como hace un tiempo otro juez intentó quemar decenas de miles de kits de un plan de cunas. Con esa natural frialdad con que las burocracias determinan los destinos de las cosas, de los juegos, de las personas. De todo aquello que no tiene remedio. Con una firma rápida. Con un gesto de indiferencia. Con una mirada de desprecio con la que se decide, como desde un pedestal, qué está bien y qué está mal, qué habrá que incinerar o destruir.
Con la ceguera de una supuesta legalidad donde tantas veces lo trascendente termina entre escombros. O llamas.
Edición: 4350
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