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Por Claudia Rafael
(APe).- Hay 217.000 niñas, niños y adolescentes que respiran a diario la angustia de saber a su mamá, a su papá o a un hermano atrapados tras los muros de una institución carcelaria. Una cifra que crece a 700.000 si se incluye a los que estuvieron en esa misma situación hasta hace poco tiempo, según el relevamiento del Observatorio de la Deuda Social Argentina de la UCA. En la provincia de Buenos Aires hay -según la Comisión por la Memoria- 882 mujeres procesadas, 672 penadas y 23 niñas y niños (con menos de 4 años) viviendo con ellas. Eran 63 hasta el inicio de la pandemia. Y otras 644 mujeres en su domicilio con monitoreo electrónico. A esas cifras duras hay que agregar que el grueso de esas mujeres fueron detenidas por contravenir la ley de estupefacientes.
Números fríos que esconden detrás la sustancia de vidas que llevan las huellas perpetuas de las rejas. Las que cargan las niñas y niños que crecen durante sus primeros años muros adentro de una prisión o las que soportan sobre sus espaldas aquellas y aquellos que están separados por esos mismos muros de su madre, su padre, una abuela o abuelo, un hermano o hermana. Que saben lo que es ingresar a la cárcel en el día de visitas y padecen requisas o sufren los simbolismos de la violencia estatal en su psiquis.
La cárcel modela. Cincela los cuerpos y rediseña los modos de vivir y de morir.
Pilar Calveiro escribía que “los habitantes de la cárcel son los sujetos sobre los que esta forma específica de ejercicio del poder hace blanco, las terminales de un vasto sistema represivo que se ejerce sobre toda la sociedad, pero aparece allí bajo su forma más clara y descarnada. Entender qué les ocurre a ellos –en sus cuerpos, en sus mentes– dentro de estos dispositivos estatales es también entender cuál es el mensaje que desde allí se emite para el conjunto de la sociedad”.
¿Cuáles son las huellas que el encierro carcelario dejan en las infancias? Del lado de adentro del muro -ahí donde sistemáticamente y demasiadas veces por años, permanece la mamá, el papá, algún hermano o hermana- radica la imposibilidad del abrazo o el beso cuando se tienen ganas, el cuento por las noches, la risa compartida.
Del relevamiento de la UCA se desprende que el 70,1 por ciento de los hogares en los que viven esas niñas, niños y adolescentes con familiares encarcelados "se encuentran por debajo de la línea de pobreza, vulnerabilidad que se confirma al ver que el 85% de ellos viven en hogares pertenecientes a los estratos más bajos". "Déficit educativo" tiene el 35,3 por ciento e "inseguridad alimentaria", el 36,9 por ciento.
Muchos de esos niños, encuentran en ocasiones el halo protector de los engranajes del pacto social del que –sospechan primero, confirman después- no forman parte. Un halo protector que les dibuja rejas delante de los ojos, que les propina los ruidos de pesadas puertas que se cierran a su paso, que les demoniza los sueños, que les diseña el andar por oscuros senderos adornados de cuchillos y ferocidades. Enfermedad de las grandes ciudades, pensaba Sarmiento sobre los niños desarrapados. Escribía Alberto Morlachetti que es bajo esa misma lente que “las clases dominantes miran el mundo de los niños pobres, portadores de una suerte de delito esencial, oculto y no tipificado, que se configuraría simplemente a partir de su intempestiva presencia en ´la zona sagrada de los otros´”.
En las emociones y en la psiquis de esas infancias se van tejiendo angustias invisibilizadas. Certezas que van quedando con las costuras que les asesta el sistema. Cuando se almuerza violencia, se desayuna violencia y se cenan las migajas de la violencia, real o simbólica (que nunca deja de ser real), el mañana se esculpe de miedos con los que se monologa durante los días futuros.
“Ella no puede salir al patio y ver todo muro y tejido. Ella no puede salir a la plaza y ver muro y que camina la policía. Ella no puede estar pidiendo, encargada ábrame la reja, ábrame la reja, ábrame una reja, y ábrame otra reja de allá. Eso me mata a mí, es mi bebé”, contó una de las mujeres detenidas para el libro "Madres en cuestión: sentidos y disputas sobre el ejercicio de la maternidad en y desde la cárcel".
“Mi hija a veces no duerme tranquila porque se abren y se cierran las rejas, hay ruidos constantes, hay recuento, te vienen, te entran, te alumbran la cara, ‘¿dónde está su hija?’”, les volcó otra madre encarcelada.
Un viernes cada dos semanas cuatro niñas esperaban nerviosamente la llegada del camión penitenciario de traslados. Un viernes cada dos semanas las ansias disparaban las uñas comidas, las nauseas o el zarpullido porque ese viernes cada dos semanas se iba a producir una jornada de irrealidades en el contacto a puro abrazo con la mamá. Un jueves cada dos semanas dormían a los saltos o se les metían los monstruos en el sueño que les dibujaban la pregunta feroz: ¿y si mañana no la traen?. Porque hay otros, que sostienen los hilos de las marionetas de esa parte de la realidad que deciden en un instante jugar con cosas que no tienen remedio.
Es en los dispositivos de encierro donde aparecen “bajo su forma más clara y descarnada”, insistía Pilar Calveiro “las terminales de un vasto sistema represivo que se ejerce sobre toda la sociedad”.
El 36 por ciento de las mujeres detenidas tienen menos de 30 años. La violación a la ley de estupefacientes es la principal causa de encarcelamiento femenino. La mayor causa de criminalización de mujeres pobres se relaciona con “tenencia simple de estupefacientes; facilitación gratuita y tenencia con fines de comercialización”.
Uno de los testimonios del libro refleja: “No se preguntan qué pasó, qué falló. ¿Vos sabés lo que es llegar de laburar al mediodía y que no tengas pan y que tres chicos chiquitos te digan 'tengo hambre, quiero pan'. Y que vos le tengas que decir 'no hay', 'esperá que no consigo, esperá no tengas hambre'? No es la salida tampoco ir a vender un poco de droga. Pero como te digo yo, cuando salí de la primera causa -está bien, vendí a morir, me hice la casa, todo, pero lo pagué- me anoté en fábrica, me anotaba podando árboles, me daban 5 pesos, me daban 10 pesos, lavaba, me daban... pintaba los paredones de los vecinos, y me daban 10 pesos, y no me alcanzaba. Y me llamaban de la fábrica, y me preguntaban 'Señora ¿usted está con una libertad condicional?' 'Sí´, ´Ah bueno, no, entonces', y no me llamaban (...) ¿y querés que te diga la verdad?, es muy difícil para una mujer sola, porque en ese momento no tenía marido, no tenía nada".
Hubo, claramente, un Estado que irrumpió a la hora de criminalizar pero que antes fue rodeando la vida de esa y tantas otras mujeres, de esos y tantos otros niños, de puro vacío. Que las fue cercando en pequeños cuadriláteros en donde la nada misma era el bien más preciado. Repetía siempre el criminólogo Elías Neuman una frase que aparecía escrita en la cárcel española de Carabanchel: “Aquí por justa sentencia, yace un ladrón vergonzante que no robó lo bastante para probar su inocencia”. Quien decía también que “si pensamos en un solo delito cometido desde atrás de un escritorio por un grupo organizado para delinquir, tiene más costo social y económico que los delitos contra la propiedad cometidos por todas las personas que hoy están presas”.
Mientras tanto, 23 niñas y niños de menos de 4 años crecen en las cárceles bonaerenses junto a sus mamás. Otras 217.000 niñas, niños y adolescentes tienen un ser querido en alguna prisión argentina. Y unos 700.000 lo tienen o lo tuvieron antes. En esos sitiales de la crueldad donde jamás madurará la belleza de las flores ni la ternura de la simiente.
Edición: 4338
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