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Silvana Melo
(APe).- Guadalupe tiene 5 años y desapareció de un cumpleaños, en el sur de la capital de San Luis. Todos la buscan como suele buscar la policía, con mucho ruido y escasa nuez. Y todos tiemblan. En Matanza, esa especie de provincia aislada, desolada y pobre, un chiquito de 5 años es el principal testigo del femicidio de su madre. Un hombre mató a mi mamá, denunció a la policía. En Misiones, la otra punta de este mundo tan ombligo a orillas del Río de la Plata, cinco hermanitos fueron salvados milagrosamente de un incendio. Estaban en su casilla, encerrados con llave para protegerlos. Solos. El estado los descubrió cuando hubo que peleárselos al fuego. Antes no los vio nunca. Ni a ellos ni a su madre, rota y aturdida por un destino que no pudo resolver, por un rumbo que no puede torcer. En tan tremenda soledad.
A Guadalupe la buscan por todos los rincones, por todos los baldíos, por todos los montes. Se apagaron las velitas y no hubo deseo: Guadalupe se esfumó. Apenas cinco años tiene. Eran las ocho de la noche precoz de junio cuando no la vieron más en la puerta de su casa del barrio 544 viviendas, donde jugaba con otros niños. Hacía mucho frío anoche para la intemperie en que quedan las chiquitas que se evaporan. La buscan por la camperita negra con capucha, por el buzo rosa, por el lunar que la distingue, en la mejilla izquierda. Suele ser tan feroz el destino de las niñas de este lado del mundo. Tan atroz como el lobo que las desaparece.
El no tiene nombre en los medios, pero a los cinco se hizo grande de prepo. Le deshojaron la infancia como capitas de cebolla. Una tras otra en pocas horas. La última imagen de él con su madre viva y con su asesino aparece en las cámaras de Villa Luzuriaga, La Matanza. Se los ve a los tres caminando, él de la mano de su madre. Sin sospechar que tan poquito después ese hombre la mataría a golpes. Con él mirando sin saber si era una película o era su madre muriendo. Y ese hombre. Que, le dijo a la policía, “mató a mi mamá”.
Suele ser tan feroz el destino de los niños invisibles que viven en esa provincia aparte, desencajada y azarosa. Tan fatal el destino de los niños que ven morir a sus madres bajo la bala, el cuchillo o el golpe de padres o padrastros. El destino que vendrá, solos y acechados por esa imagen roja instalada en la retina para siempre.
En un barrio de casitas sin terminar, en las periferias de Posadas, cinco hermanitos fueron atrapados por el fuego. Estaban solos y encerrados con llave. Nadie sabe muy bien por qué. Las historias las cuentan los vecinos. Que veían a los niños como una imagen cotidiana. Pero no la municipalidad ni los organismos de niñez ni el policía de la esquina ni la justicia encerrada en los cajones de su propio escritorio. Dicen los vecinos. Que padre y madre se iban durante días y la gente les pasaba alimentos por una ventana. Que el padre salía a trabajar de lo que hubiera para la comida. Que la madre estaba aislada por covid. Que ella está internada porque dio a luz. Esa misma mañana, con el resplandor de las llamas a unas cuadras, ella tuvo un bebé.
El fuego corrió el velo que desnuda esas vidas: niños de 12, 10, 6, 4 y 2 años solos de toda soledad. Una madre iluminando el sexto, sola de toda soledad. El deseo que pidan ante una estrella fugaz, una velita que se apaga o el fuego que se eleva al cielo no será nunca vivir así. Nunca. Y nadie, nadie los vio. Ni la municipalidad ni los organismos de niñez ni el policía de la esquina. Los vieron, sí, cuando el fuego envolvió a los chicos y había que sacarlos. Los vieron para acusar a su madre de todos los males de esta vida que se ensaña con los frágiles.
Tan feroz es el destino. Tan ciegas las instituciones que ven en modo tragedia pero no son capaces de prevenirla. Tan feroces. Tan ciegas.
Edición: 4337
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