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Por Claudia Rafael
(APe).- Son el brazo armado del Estado. Y como aparato siniestro para la construcción de obediencias, la mecánica se aplica, demasiadas veces, puertas adentro de la propia casa. Victoria, en Virrey del Pino o Luana, en Mar del Tuyú fueron los efectos colaterales de una práctica sostenida por policías que hacen de la 9 milímetros la extensión autorizada de sus propios brazos. La violencia hacia niñas y niños, no por azar sus propias hijas e hijos, es la herramienta para dirimir conflictos de pareja o, simplemente, el desquite por otras rabias, más hondas en el tiempo.
Se llamó Victoria como tantas niñas nacidas y soñadas para revolucionar la historia. Ella, sin embargo, fue hija de padres policías y ese nombre, tal vez, le llegó simplemente por su musicalidad o por alguna abuela añorada. Los enteros seis años que duró su vida supieron de condimentos ajenos a la felicidad que irrumpieron con toda la fuerza del mal desde la Bersa Thunder calibre 9 milímetros que manipulaba su padre cuando, hace apenas un manojo de días, discutía con su mamá. Entonces los gritos, los insultos y hasta los posibles golpes fueron aderezados además por un balazo que puso fin a la historia de esa nena del oeste del conurbano. Se trató de un accidente, dijo la jueza que calificó la muerte de Victoria como “homicidio culposo”. No tuvo, agregó, intención de matar. Pero gatilló. En amenaza, como diciendo mirá de lo que sos capaz, disparó al piso una bala que rebotó en la niña. Y la muerte fue. Como siempre, definitiva. Ostensible. Cruel.
Luana también tenía 6 años. Y veraneaba en febrero de 2018 con su familia, cuando la pandemia del covid era en todo caso una película futurista de ciencia ficción. Su mamá, mujer policía del sur del conurbano, con el arma de su propio padre, policía metropolitano, arrebató la corta vida de su hija mientras dormía mansamente en la cama. Tenía licencia psiquiátrica la mujer y sus otros dos hijos le gritaban qué había hecho. Luana sobrevivió apenas un rato. Y tal vez ella misma miraba a su mamá y se preguntaba o le preguntaba desde la mirada el porqué.
Un niño entrerriano de 9 años recibió hace una semana una feroz golpiza de su papá, integrante de la policía de esa provincia, y tiene ahora una restricción de acercamiento. Todo, en el contexto de una separación conflictiva de la mamá, también policía entrerriana.
El Estado bendice a los integrantes de las fuerzas de seguridad para el uso y la portación de armas. Sacraliza la utilización de la violencia como contralor de la legalidad y como pieza indispensable del aparato represivo. Con permiso legal para portar durante las 24 horas del día el arma reglamentaria. Y con un detalle que termina por perfeccionar las prácticas: son también policías quienes controlan los instantes posteriores a un homicidio o a un ataque por parte de integrantes de las fuerzas de seguridad.
En su nombre, el Estado los consagra, a ellas y ellos, como los autorizados para asegurar las obediencias. Para subordinar, demasiadas veces, desde el uso sostenido de la crueldad. Para disciplinar y administrar acatamiento.
El Estado les dio un arma cargada de muerte al papá de Victoria, a la mamá de Luana. A los padres y las madres de tantas otras niñas y niños. Y los formateó en esa mecánica represiva que se aplica, también, puertas adentro de la propia casa.
Son Victoria, Luana y tantas más, la metáfora interrumpida de la risa. De la infancia abruptamente truncada por el hábito perverso de la ferocidad.
Edición: 4334
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