La resistencia de los niños fumigados de Dique Chico

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Por Silvana Melo
(APe).- Dique Chico es uno de esos paraísos buscados por quienes sobreviven en el hacinamiento de las grandes ciudades. A 50 kilómetros de Córdoba, con un río que lo acompaña y una escuelita rural a un kilómetro y medio de las casas, el pueblo sobrevive también rodeado de campos sojeros y de máquinas fumigadoras que organizan sus derivas hacia los niños, en sus viviendas y en la escuela. Una muestra realizada el año pasado en la sangre y en la orina de la infancia de Dique Chico determinó glifosato corriendo por sus cuerpitos y un daño genético producido por el agronegocio tóxico. El pueblo, con unos 400 habitantes que fluctúan, viene resistiendo desde hace cinco años al veneno. Ahora, con pruebas concluyentes de las consecuencias, vuelven a exigir, desde sus niñeces, una zona de resguardo que vele por la salud y no por la rentabilidad de los grandes productores.

El estudio fue solicitado a la doctora Delia Aiassa y “su equipo de profesionales comprometidos con la ciencia digna”, dice el comunicado de los vecinos autoconvocados, e incluyó “Genotoxicidad -micronúcleos- y análisis de muestras en orina, con el fin de detectar daño genético y presencia de uno de los componentes más frecuentemente utilizados en la producción agroindustrial en nuestro país: Glifosato y su metabolito, Ampa”. El resultado fue una certeza dolorosa: las veinte muestras recolectadas en febrero de 2020 triplican los niveles de referencia. Se habla de “altos niveles de rotura en el material hereditario de las células de nuestros hijos”, es decir daño genético, y la detección “con indicadores realmente alarmantes, de Glifosato y AMPA en orina en 33% de las muestras requeridas”.

Lucrecia Boglietti es mamá de tres niños y uno en camino. Llegó a Dique Chico en 2014, desde Rosario. “Con mi compañero buscábamos un lugar tranquilo donde se criaran nuestros hijos en libertad”. El más grande arrancó tercer año en “la escuelita rural, muy cálida, con una cocinera que sabe hasta lo que le gusta comer a cada chico. Pero la escuela está rodeada de campos, grandes pooles de siembra y casi ninguno se sabe de quién es”. El drama de la escuela fumigada apareció enseguida. Y “ahí arranca nuestra lucha”. A la vez, “desde mi casa se ven unos pinos, cruzando la calle. Detrás hay campo que en ese momento tenía soja; vimos un mosquito y logramos pararlo entre nosotros dos. De esto hace seis años".

Diana Hernández es mamá de una de las niñas que dio en sus análisis presencia de agrotóxicos. Llegó un año antes que Lucrecia y “no dimensionaba bien lo que era vivir en un pueblo fumigado, la magnitud de lo que implica la convivencia con este modelo de agricultura imperante”. Empezó a sospecharlo cuando “vi el primer mosquito y empecé a hablar con otros sobre qué implicaba, qué hacían, si era legal… como grupo hemos venido construyendo un cúmulo de saberes intenso, que ha llenado de muchas preguntas y esta resistencia”. En 2017 “se inició esta lucha -dice a APe-. En ese momento logramos que la comuna dictara una resolución para establecer una zona de resguardo”.

La resolución 242/17 –“que pudimos redactar con la ayuda del abogado Darío Avila”, acota Lucrecia- disponía la prohibición de las pulverizaciones a mil metros del límite de la planta urbana y de la Escuela Bernardo de Monteagudo.

Mientras tanto, los sojeros, recuerda Lucrecia, “se encadenaron en la comuna, hicieron un acampe, un tractorazo, y salieron en varios medios”.

“Los productores presentaron un amparo y medida cautelar”, explica Diana. La resolución quedó paralizada. “Entonces se inicia toda la causa y se abre una primera instancia de estudios de genotoxicidad con seis niños de la escuela. En ese momento también las medidas triplicaban los valores de referencia. El segundo estudio con 20 niños del pueblo en 2020 confirma los resultados ampliando la muestra. En un pueblo con tan pocos habitantes es representativa”. El estudio se realizó en niñas y niños de entre 5 y 13 años, rango etáreo que permitió el análisis en la nena del medio de Lucrecia y en la hijita de Diana.

La confirmación de la presencia de daño genético y glifosato y AMPA “en los cuerpos de nuestros niños fue muy fuerte para mí; es algo que me lleva a pensar si es posible continuar viviendo acá, con lo que implica para mi vida cotidiana”. Diana piensa en irse de Dique Chico y Lucrecia también: “hemos cortado la ruta 5 y detuvieron a Sofía Gatica (referente de las Madres del Barrio Ituzaingó, Córdoba), hemos hecho campañas fotográficas y después viene la lucha interna de decir qué hacemos, la seguimos peleando o nos vamos de acá”. Lo que angustia, para Lucrecia, es “la sensación de que no vamos a ganar” porque “se ve la impunidad que tienen, vienen a fumigar con el Ministerio de Agricultura, con la policía que los cuida, como si los peligrosos fuéramos nosotros”.

“Sabemos que fumigan porque sentimos el olor, porque siempre es de noche”. Lucrecia y su familia escuchan “el sonido de las máquinas trabajando; fumigan con las luces apagadas para que no las veamos. Ahora, en tiempos de cosecha sabemos que el polvillo que levantan también tiene veneno, el grano tiene veneno”. En ese contexto, “todas las familias de los chicos de la escuela notan que tienen muchos más problemas respiratorios, alergias, de piel que no saben de dónde vienen”.

Diana cita un dictamen confirmado por “el Tribunal Superior de Justicia de Córdoba que disponía alejar las fumigaciones a 500 metros de la escuela”. Más allá de que implica la mitad de la distancia de la resolución de 2017, “no protege a los niños en sus casas, no se tiene en cuenta que hay una clara afectación de sus derechos a vivir en un ambiente sano”. Ante tanta impotencia “ya hay compañeros que se están yendo. Siento que estamos exponiendo a nuestras familias, yo tengo a mis viejos viviendo acá y es doloroso. Y las consecuencias más graves no las vemos ahora sino que vendrán más adelante”.

“La primera medida que tomamos, de forma individual –relata Lucrecia-, fue que nuestros hijos no fueran más a la escuela de campo; ahora van a escuelas de Anisacate, un pueblo vecino, uno a la secundaria, una a la primaria y uno al jardín”.

Cuando comenzaron a juntarse y a compartir la preocupación, “empezamos a presionar en la escuela, a pedir que nos avisaran cuando estaban fumigando porque desde acá no tenemos posibilidades de ver”. Sin embargo, “no tuvimos mucha respuesta por miedo a pelearse con el vecino; lo veían más como algo individual que como una problemática de salud pública. Terminamos sacando a los chicos de la escuela”.

“Nosotros –dice Diana- combatimos la naturalización de estas prácticas; intentamos problematizar la legitimidad del modelo y el impacto concreto en nuestras vidas. No sólo se trata de salud física sino mental, de la posibilidad de un proyecto de vida en este pueblo”. Y se pregunta “cómo explicarles a los niños lo que nos sucede”.

El comunicado de los autoconvocados exige que el agronegocio y el Poder Judicial expliquen “¿qué hace un agrotóxico -categorizado por la IARC-OMS como probable cancerígeno- en el cuerpo de nuestros niños? ¿Cómo explicar que hace más de 4 años la Justicia de Córdoba tuvo entre sus manos la posibilidad de proteger sus derechos y los nuestros; y para no alterar el statu quo del poder, suspendió la única herramienta de protección que velaba por nuestra vida y nuestra integridad como seres humanos?”

El estado, desde hace años, no tiene respuestas a estas preguntas que involucran a miles de niñas y niños fumigados, enfermos de alergias, de problemas respiratorios, de cánceres diversos, que viven rodeados de tomateras, sembradíos de soja, extensiones de maíz, cruzadas sus vidas por un modelo de producción de alimentos que los envenena, pulverizados en casa y en la escuela. Son listas de víctimas con nombres, caritas, cabellos rubiones y morenos, ojos pícaros y patitas en el barro. Cada uno una historia que no pudo ser. Dique Chico es otro pueblo fumigado con niños que tienen veneno en la sangre. Por suerte hay una decisión firme: “jamás tendrán la comodidad de nuestro silencio”.

Edición: 4310

 


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