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“´Die-go Ma-ra-do-na´ dice uno de los chicos... El triunfo de Diego, su gran triunfo, es ser inmortal”, escribió la antropóloga Marcela Guerci, hace casi diez años en esta Agencia de Noticias. Recién llegada del Foro Social Mundial de Dakar había recorrido con sus palabras las sensaciones e imágenes guardadas en su memoria sobre su estadía en Senegal en donde la figura de Maradona es intocable. Vale la pena volver a recorrer aquellas pinceladas en las que la figura de Diego aparece entre las sonrisas de los pibes senegaleses.
Por Marcela Guerci (*)
(APe).- Las almas son eso: círculos, triángulos, azares, mapas de escaso vuelo genético, ámbitos sencillos donde despertar lo más soltero de uno mismo. Como el ángulo más cercano a la existencia singular, sin las interferencias colectivas.
Las calles de Dakar ofrecen almas que borran cualquier referencia occidentalizada para mirar a las gentes. Son prueba de que existen otros seres, abiertos a su propio crepúsculo, que entretejen o improvisan el día y la vida según las formas de cristales sueltos.
Sobre la tierra de Senegal, como en tantos lugares del mundo, ocurren niñas y niños que entregan en secreto esos mapas. Y lo que una lee son retratos, descifrados bajo las claves de ciertas lentes preparadas para los enigmas pero, a su vez, dudosas. En realidad, las pequeñas criaturas –de aparente voluntad fácil- irrumpen con la intención suficientemente clara de redactar sus señales de identidad. Esto es una provocación casi como al descuido, pero que sin dudas esconde otro final, más allá del simple contacto.
El retrato número uno tiene dos cuerpos entrelazados, de espaldas, de niños que caminan por la calle a la vera del cordón. Uno, el más petiso, lleva un recipiente tapado sobre su cabeza, en perfecto equilibrio y envuelto en una tela que se ata por las cuatro puntas arriba. Asumo que es una vianda. Mientras su brazo derecho cuelga, el izquierdo se estira para abarcar el cuello de su compañero, con destino de abrazo. El otro, unos diez centímetros más alto, ha buscado lo mismo pero rodeando por debajo el lacito humano de aquél. Se prende al cuerpo de al lado con todas las velas desplegadas hacia el final de la calle, donde parece esperarlos el receptor del cacharro. Agua con agua, afecto primero y cierto de las amistades de dos tipos que no suman veinte años entre ambos. Regresan al rato por el mismo camino, con el mismo abrazo, al paso de las mismas chuequeadas de sus ojotas, felices y sin la gravedad de deberse un futuro razonable como adultos.
El retrato número dos sólo se palpa con la idea de conjunto. Unas cabezas inquietas, con trenzas pegadas y cuentas de colores brillantes, fúlgidas, que desembocan en los extremos con figuras de animalitos y flores, se turnan caprichosamente para ser la vanguardia de un saludo. De esas nenas conviviendo en las veredas llegan las manos tendidas a las mías, diciendo cosas intactas, para cobijar lo más humano de nosotras, a la medida de torres inexpugnables. Le siguen gotas de lluvia oscura, besos en mis mejillas, un milagro que me tiene en vilo porque no creo capaz de merecerlo.
“Die-go Ma-ra-do-na” dice uno de los chicos del retrato número tres. El triunfo de Diego, su gran triunfo, es ser inmortal. En mi camino por el Foro Social Mundial en Senegal, el pasado febrero, calculé que una parte de mi horizonte político debía estar prendida a las leyendas de mis remeras: una con la declaración de los derechos humanos en más de diez idiomas, otra en contra de las invasiones de Israel a los territorios palestino y libanés, otra que indica mi profesión y la institución de la que provengo como antropóloga y, finalmente, la del Diego, fondo negro, cara blanca tres cuarto perfil, imagen de su libertad y la dicha que esto le provoca; abajo a la derecha se complementa con un rostro del Che, de menor tamaño, y una frase que hace más visible lo obvio: “El Che fue un rebelde; yo también lo soy”. En medio de una actividad de taller, en el salón de una especie de sociedad de fomento de un barrio bastante alejado del centro de Dakar, por la ventana más próxima aparecen en fila las siluetas de unas chivas desplazándose por el borde de una pared medianera. Me veo tentada a seguir con la vista su arraigo a ese límite tan finito. De pronto se interponen tres chicos, tres pelados de ralo cabello mota, asomando como bustos, cómplices en su atisbo sin permiso. Intento comunicarme con muecas (yo sé una que pocos pueden hacer, torciendo los labios de manera ilógica) y ellos tratan de imitarme, controlándose los resultados unos a otros. Sonríen, ríen, estrenan nuevos desvíos con sus bocas, sus lenguas y sus narices; una alegría fabulosa nos electriza. Luego les señalo el frente de mi remera. Y entonces se repite lo que en Africa es natural: el incuestionable reconocimiento a Maradona. Al Che no hace falta aclararlo; en los puestos de venta callejera de ropa no se encuentra otra cara impresa que no sea la suya.
El cuarto también tiene como materia una remera, piel que finge una cultura común para todos, sin rastros del dominio y con anhelos neutros de consumo, esta vez en el cuerpo de una joven. Camino a Saint Louis, ciudad en el límite con Mauritania, el taxi comunitario –un vehículo destartalado que parte de la estación recién cuando se completa con siete pasajeros- culebrea entre baches, algunos animales muertos y otras máquinas de su misma especie que se lanzan temerarias a la ruta. El paso es lento, no logramos abrir todas las ventanillas, los ojos se cierran y el olor de los cuerpos calurosos genera una infatigable sed, que no se sacia con la botellita de agua mineral que acostumbramos a llevar los presuntuosos viajeros-fakires. El trance produce un llamado instintivo; y eso lo saben las vendedoras ambulantes de las rutas. Cuando el taxi aminora la marcha o se detiene, un bulto salido de un espejismo opaca la perspectiva; afuera, brazos y manos disputan el aire, golpean los vidrios cerrados o se cuelan por los agujeros posibles ofreciendo bolsas con naranjas, bananas, agua envasada en plástico a temperatura marciana y maníes. En la enésima ocasión, la rabiosa mancha rosa de una remera me despierta del letargo; con letras plateadas y grandes anuncia: “I ? NY” (“Yo amo a Nueva York”). La vendedora retrocede y se ve su incipiente adolescencia; carne cimbreante, inocencia desnuda. Yo, pasmo y espasmo. En un país donde predominan las vestimentas talares y las mujeres entregan su esbeltez enfundadas en telas coloridas y estampadas, con faldas largas, chaquetas y tocados elaborados, exquisitas alhajas y zapatos restallantes, el mercado globalizador se encarna desde abajo, adulterando ilusiones.
En el quinto es imposible soslayar a Amadouba, hombre de edad incierta aunque superando el medio siglo. Uno puede suponer que los cuatro medio-dedos que muestra su mano izquierda, que la falta de su mano derecha, que sus piernas inertes y deformes sobre unos almohadones son mutilaciones de guerras pasadas. Son visiones. En la vereda de la Avenida Pompidou, muy cerca del palacio presidencial, de las casas de cambio de moneda, de las embajadas, de las cabinas telefónicas que logran comunicarme con Argentina y de miradas compasivas, Amadouba despliega una manta con artesanías y espera que le perciban. “Le maladie”, explica desprendidamente cuando le pregunto por sus dedos. “La enfermedad”, artículo determinante subrayado por su entonación. Dice “lepra”, una palabra suelta que designa siglos de tinieblas. En un costado, en otra plena tiniebla, una mamá muy joven desafía la nada de su mundo negro pidiendo limosna. Su hija es una aurora de pies trémulos, de datos todavía confusos, colores y distancias que está aprendiendo a usar porque apenas se ha largado a caminar.
Amadouba y yo compartimos algunos tramos de los días que siguen sentados en el mismo almohadón, frente al número veinticinco de la Avenida Pompidou. Tomamos café, hablando de la vida, mientras su único dedo entero, el pulgar de la mano izquierda, intenta con paciencia sostener la manita de la niña, para que no empiece ya a tropezar con sus vuelos. Ella, como una pluma, quiere, anda, encuentra casi al ras del piso la hazaña de erigirse pura. Se cuelga de mi ropa anónima, me pega mansamente sus mocos, gana con precisión mi medida y me abraza.
Sospecho que mi estadía en Senegal no ha hecho más que buscar en la hondura de los signos. De otro modo no se comprende el hallazgo de la seña exacta de una huella ciertamente humana. Estos retratos de parcelas de la infancia lo confirman. E instalan el espacio público como el lugar donde se construye lo humano, se comparte, se forma el nosotros entre riesgos y seguridades. Se socializa bogando por universos posibles para todos.
(*) Marcela Guerci es antropóloga social, investigadora de la Unicen y en febrero de 2011 participó del Foro Social Mundial en Dakar. A su regreso, escribió esta nota para APe.
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