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Por Silvana Melo
(APe).- Empezó septiembre, amigable cara en los años comunes. Pero sin flores festivas para los niños de 2020. Que siguen encerrados en una construcción umbilical de la que habrá un día que no querrán salir. En las grandes ciudades y sus conurbanos, en el AMBA maldito que hierve de covid, los niños están encerrados. Sin tiza ni amigos con quienes revolcarse en una plaza de juegos. Con videollamada y zoom en exceso, los privilegiados por la conectividad. En aislamiento medieval y en silencio oscuro los que no tienen ni notebook ni datos móviles ni celular que no compartan con la familia numerosa que se apiña entre paredes que no la sostienen. En barrios populosos, en tomas, la escuela pasó a ser un sueño del pasado. Los demás van acumulando secuelas de un adentro que les va minando el alma y dejando pisadas profundas en la arena del futuro.
Un informe de la ONU, firmado por su propio presidente, prevé que la pandemia sumará 66 millones de niños a la pobreza extrema. Para engordar los 386 millones que ya sobrevivían en los establos de la crueldad global. En esta tierra del fin del mundo, dice Unicef que serán 8 millones y medio de chicos los apilados en los confines de la pobreza: siete de cada diez. El tiempo futuro se hace presente violentamente.
La pandemia eyectó a 1500 millones de pibes de las escuelas del planeta. Que se cerraron para acotarle el rumbo al covid19. Más de dos tercios, dice el informe Guterres, adoptaron las plataformas de aprendizaje a distacia. Los países más pobres apenas llegan al 30%. La desigualdad es un cachetazo brutal en el mañana del mundo. En estos pies del globo, último bastión del primer ataque del coronavirus, no hay números certeros. Pero las pruebas Aprender habían desnudado casi un 20 % de alumnos de primaria sin conectividad en casa. Un cuarto no tiene computadora. Ni propia ni de la familia.
En Santiago del Estero ese porcentaje sube al 40%. En Formosa, San Juan, Catamarca, Misiones, Chaco y Corrientes oscila entre el 38 y el 33. En CABA más de 5000 chicos no tenían acceso informático. El gobierno de la Ciudad decidió que sean ellos quienes vuelvan a las aulas, en una suerte de locutorio pandémico. El que vuelve es el pobre. Peligro sanitario y segregación explícita.
Cerca de 4 de cada 10 niños y adolescentes perdieron en estos meses su contacto con la escuela. Por conectividad, porque sus familias no están en condiciones de acompañarlos, porque no tienen viviendas dignas ni alimento seguro y la escuela pasa a un cuarto plano, porque el estado no asegura derechos básicos en estos tiempos virósicos. Y se quedaron encerrados. Muchos de ellos en espacios de hacinamiento. Muchos de ellos en medio de familias quebradas. Muchos sin el espacio de contención que, mal o bien, logra sostener la escuela. Sin lugar donde volcar la tragedia del abuso o de la violencia casi carcelaria de algunos hogares. Jugándose un año de vida que queda en blanco, que altera lo que vendrá, que descarna el futuro, que condicionará el mañana inmediato. Y el mediato también.
67 mil niños están muriendo de hambre en 2020 en el África subsahariana -426 por día- a partir del desastre que genera la pandemia. La inseguridad alimentaria engordó por las inundaciones, las plagas de langostas y la subida de los precios de los alimentos. La pandemia paralizó la economía y destruyó el medio de vida de miles de hogares. En Asia familias desesperadas obligan a sus niñas a casarse para sobrevivir a la pobreza. La pandemia arruina años de lucha contra el matrimonio infantil: en el mundo 12 millones de pibas se casan cada año antes de cumplir los 18.
El hambre en este sur del mundo no está medido por las estadísticas. Aparece en la calle y en las mesas vacías, en las tomas y en los asentamientos. En las villas y en las casas de los que perdieron todo cuando el virus empezó a ser serpiente que se devora a los frágiles. Las niñas no se casan pero se las manda a prostituirse para sostener la casa. Los niños se vuelven irascibles, regresan al pis en la cama, no hablan, tienen miedo, carecen de controles sanitarios por terror al sistema de salud, que se vuelve un ámbito infeccioso en lugar de sanador.
Otros se acostumbran al encierro y se negarán a salir cuando se abran las puertas. Como el conejo de indias en la jaula de Galeano, con susto de la libertad.
Día y noche delante de un televisor que hierve como el covid en el AMBA. Donde todos enarbolan discursos interesados. Donde la mitad asegura que no hay mejor vacuna que el encierro. Donde la otra mitad vocifera que las vacunas y el virus son conspiraciones internacionales y que hay que salir sin temor y sin barbijo a morirse libremente. Y ellos se sienten rehenes de un desvarío generalizado que no deja colarse el sol.
Habrá que enseñarles a tomar las ventanas por asalto el día que todo pase. Y a reconstruir un mundo a su medida. Donde quepan todos los niños y haya pan para todos sus dientes y voz para todas sus gargantas.
Edición: 4072
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