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Por Raúl Zibechi
(APe).- El Mercado Popular de Subsistencia (MPS) es una red de 50 grupos territoriales autogestionados que se coordinan para realizar compras por fuera de los supermercados, con un ahorro que oscila entre el 30 y el 50% en el precio de los alimentos. Más de la mitad de los productos los compran directamente a los productores, explican Sebastián y Clara en una extensa conversación.
Durante la pandemia la red triplicó el volumen de compras. Ya son más de mil las familias que se organizan en grupos de barriales. No se permite la compra individual, sino que deben organizarse grupos vecinos, de cooperativas o de sindicatos, para hacer un pedido mensual, que se elige de una lista de más de 300 productos incluyendo orgánicos, veganos, para celíacos, alimentos frescos, productos de limpieza y vestimenta.
Cada grupo envía los pedidos a la comisión de compras y en ese momento abona la cantidad correspondiente. Una semana después, cada grupo local recoge el pedido en uno de los dos centros de acopio en puntos estratégicos de la ciudad, y lo llevan al barrio donde lo fraccionan entre las familias.
La red funciona en base a trabajo voluntario, ya que nadie recibe salario. Se rigen por los principios de autonomía, autogestión, antipatriarcal, solidaridad de clase, apoyo a la productores y a la producción nacional y combate a la riqueza. Consideran al MPS como “una herramienta política que tiene como horizonte la construcción de una nueva sociedad sin explotades ni explotadores”.
Sebastián explica los comienzos: “En 2009 formamos la Brigada José Artigas en barrios de Montevideo, siguiendo la orientación de Pepe Mujica de promover el trabajo de base voluntario. Pero con el tiempo vimos que la propuesta del gobierno no era la adecuada, decidimos tomar nuestro camino y así fue como surgió el mercado popular”.
El primer pedido lo hicieron en enero de 2016, en base a sólo cuatro productos que se repartieron entre 20 familias. Cuatro años después ya son una fuerza social transformadora de las lógicas del consumo que consiste, como señala Clara, en “autogestionar la comida colectivamente”.
Realizan una reunión federal mensual con delegados de cada uno de los grupos territoriales, que además confluyen en cuatro zonas para resolver los problemas de distribución y compras. Han creado varias comisiones: logística, compras, finanzas, comunicación, formación e ingresos de nuevos grupos. Este 8 de marzo se creó, además, un colectivo de mujeres e identidades disidentes.
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Los gastos de transporte y las bolsas para los alimentos, los financian con una cuota de 15 pesos por cada 500 pesos de compra (un dólar son 44 pesos). Los lemas principales del Mercado Popular son: “combativo, solidario, local, participativo y barato”.
Preguntados sobre los problemas más importantes que enfrentan, Clara sostiene que “con el dinero nunca hubo problemas, porque nos basamos en la confianza ya que las familias pagan la compra pero la reciben una semana después y saben que si surge alguna dificultad la vamos a resolver colectivamente”.
La participación es un escollo, dice Clara. “Que la gente se vaya rotando y no sean siempre los mismos y, sobre todo, que no nos trasformemos en una cooperativa de consumo, donde algunos asalariados gestionan todo, porque somos una organización social y política que busca transformar la sociedad, lo que trasciende el consumo”.
En los últimos años hubo dos cambios importantes. Uno cualitativo, ya que durante la crisis provocada por la pandemia se multiplicaron las familias que hacen sus compras en la red. El otro es que inicialmente compraban en almacenes mayoristas, pero están migrando hacia los productores directos: campesinos que cultivan frutas y hortalizas, fábricas recuperadas por sus trabajadores y cooperativas de alimentos ya abastecen más de la mitad de los productos de la red.
Tanto Clara como Sebastián creen que el mayor desafío es que los sectores populares ocupen el Mercado Popular. “Los barrios donde predominan profesionales de clase media con salario fijo, son los que han reflexionado sobre el consumo y tienen condiciones para planificar la compra mensual. Ahí tenemos un desafío. Las familias más pobres no tienen dinero para hacer una compra para todo el mes”, reflexionan.
“Por eso queremos reconstruir el papel del viejo almacén de barrio, que nos pueda hacer la compra y le gane a los productos no más de un 15%. Es una forma de reconstruir las relaciones sociales territoriales tejidas en torno al almacén (como vender fiado), que las grandes superficies destruyeron”.
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Gabriel es un obrero metalúrgico de unos 40 años que vive en la periferia oeste de Montevideo, en un barrio de trabajadores, viviendas sencillas con fondo apto para el cultivo. En febrero tuvo un accidente con su moto y le dieron la baja temporal del trabajo. Cuando llegó la pandemia decidió comenzar a cocinar para sus vecinos.
“Ya llevamos dos meses y nunca faltaron donaciones, de productores de la zona, de comercios pequeños y sobre todo aportes de los propios vecinos”, señala Gabriel. Durante las primeras semanas debía encargarse de recoger los alimentos, cocinar y hacer la limpieza, pero poco a poco algunas vecinas se están involucrando en una olla que sirve 50 platos cada noche.
En Montevideo funcionan 400 ollas populares, algo casi increíble en una ciudad de 1,2 millones de habitantes. La página solidaridad.uy detalla dónde funciona cada olla y los días que se juntan las vecinas. Clubes deportivos y sociales, comisiones de fomento, bares populares, capillas, cooperativas de vivienda, merenderos, almacenes, clubes de fútbol infantil, organizaciones políticas de base y sindicatos, son los espacios más comunes.
Algunas ollas las crearon vecinas que ni siquiera se conocían. Otras fueron impulsadas por la murga del barrio. Un puñado de sindicatos llevaron ollas y fogones a los barrios informales (asentamientos formados por tomas de tierras urbanas), llevaron alimentos y ayudan a los vecinos a organizarse.
El movimiento de ollas populares es muy variado. Algunos sectores se recostaron en empresas y hasta supermercados, que les ofrecen canastas de alimentos para repartir, pero la mayoría son ollas que cocinan sus alimentos entre grupos de vecinos.
En Montevideo tenemos una potente cultura asociativa, desde comienzos del siglo XX cuando los obreros migrantes europeos se instalaron en la villa del Cerro, fundando ateneos, bibliotecas populares, grupos de teatro, mutuales y sindicatos. Esa cultura fue evolucionando, creciendo desde abajo, con su impronta anarquista primero, socialista y comunista después. Para que tengan una idea: el colegio de médicos, fundando por un anarquista, lleva el nombre de Sindicato Médico del Uruguay.
Por eso no resulta nada extraño que se hayan puesto en pie 400 ollas en una ciudad de tamaño mediano. En 1971, cuando se fundó, y en 1985 al terminar la dictadura, el Frente Amplio tuvo alrededor de 500 comités de base; el movimiento de derechos humanos, contra la ley de impunidad del primer gobierno pos-dictadura, formó más de 300 comisiones barriales en 1989.
En el asentamiento Las Cumbres, en la periferia este de Montevideo, viven 500 familias y funcionan dos ollas, una de ellas vegana llevada por un colectivo libertario. Interesa constatar que las ollas son el espacio de las mujeres y los jóvenes, que han conseguido reabrir algunos clubes y centros culturales que estaban en crisis y habían cerrado en los años anteriores. Es posible que el colapso permita un crecimiento de la cultura antipatriarcal y anti-capitalista.
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El domingo 31 de mayo fue un día especial en Brasil. Se realizaron manifestaciones contra Bolsonaro, las más elocuentes en año y medio en el cual la calle había sido monopolizada por la ultraderecha oficialista. Lo novedoso, lo que llama profundamente la atención, es que las concentraciones en 14 ciudades fueron convocadas por las barras de fútbol.
En efecto, las movilizaciones en defensa de la democracia y contra Bolsonaro, partieron de barras organizadas de clubes como Santos, San Pablo y Palmeiras, que aunque son rivales en el campo de juego, confluyeron en la calle preocupados por “la escalada autoritaria en el país, a partir de una oleada de agresiones a periodistas y personal sanitario”.
Las barras están organizadas desde hace varios años en la Asociación Nacional de Torcidas Organizadas (ANATORG). Decidieron no identificarse con la bandera de ningún equipo, para evitar problemas entre las barras. La primera concentración la realizaron a principios de mayo en Sao Paulo, convocados por la barra de Corintians, a la misma hora que se manifestaba la ultraderecha en la principal avenida.
Fueron apenas 70 hinchas, pero sentaron un precedente. El domingo 31 hubo enfrentamientos con la policía y con los bolsonaristas, que ya no son los únicos que ocupan la calle.
Sorprendido porque las hinchadas pelean en la calle mientras la izquierda y los sindicatos permanecen en una preocupante quietud, lancé la pregunta a un grupo de compañeros. La respuesta, brillante, vino de Silvia Adoue, profesora de la Escuela Florestán Fernandes del Movimiento Sin Tierra:
“Los partidos y las centrales sindicales perdieron organicidad con los territorios y con los trabajadores. Siempre que se vislumbra una movilización, el PT trata de montarse y capturarla… y así la estropea. Me hace acordar a un episodio que Eric Hobsbawn relata en La historia social de jazz.
En una casa de jazz, se apagan las luces. Un foco sobre el jazzman. Un silencio antes de que comience. Una voz en la platea le grita: Fulano, toca algo que ellos [los blancos] no puedan imitar. Bueno, desde 2013 estamos tratando de tocar algo que ellos [los oportunistas] no puedan imitar”.
Edición: 4021
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